LA CONTINENCIA
Traducción: Lope Cilleruelo, OSA
Revisión: José Rodríguez Díez, OSA
CAPÍTULO
I
Exordio: la continencia sexual, virtud interior
y don de Dios
1.
Difícil tarea es analizar esa virtud que llamamos continencia en una forma de
dignidad y conveniencia. Pero Aquel de quien es don generoso tal virtud
sostendrá mi poquedad bajo tanta carga. El mismo que otorga la virtud a sus
servidores cuando por ella pelean es quien otorga la palabra a sus ministros
cuando de ella hablan. Resuelto, pues, a tratar tema de tan gran monta como
Dios me dé a entender, comienzo diciendo y demostrando que la continencia es un
don de Dios. En el libro de la Sabiduría leemos que nadie puede ser continente
si Dios no le otorga la dádiva 1.
Y, hablando de la continencia más perfecta y gloriosa, que renuncia al mismo
vínculo conyugal, dijo Cristo: no todos entienden esa palabra, sino a
quienes fue concedido 2.
No guarda la castidad conyugal sino quien renuncia a todo prohibido comercio
carnal. Ahora bien, al hablar de ambos estados, virginal y conyugal, nos enseñó
el Apóstol que en ambos casos se trata de un don de Dios, diciendo: desearía
que todos fuesen como yo; pero cada uno recibe de Dios su carisma; unos, de un
modo; otros, de otro 3.
2.
Para que nadie piense que tan solo es necesario esperar de Dios la continencia
sexual, canta el salmo: coloca, Señor, una guarda en mi boca y una
puerta de continencia a mis labios 4.
Si en este testimonio de la palabra divina damos al término boca la máxima
extensión, aparecerá como don de Dios la continencia de que allí se hace
mención. De poco sirve apretar los dientes para que no broten de ellos palabras
inconvenientes. Dentro se abre la boca del corazón, y para ella pide a Dios
guardas y puertas el salmista al formular su petición y al consignarla para que
la repitamos en nuestra oración. Hartas cosas hay que con la boca del cuerpo
las callamos y con el corazón las gritamos. En cambio, no brotará palabra
alguna de la boca de quien mantiene el corazón en silencio. Lo que dentro no
suena, fuera no resuena. Lo que brota dentro, cuando es malo, mancha la
conciencia, aunque no remueva la lengua. Allí hay que poner la continencia,
donde incluso los mudos hacen hablar a la conciencia. En suma, la puerta de la
continencia es la que impide que brote del interior algo que contamine la vida
de la mente aunque estén sellados los labios de la carne.
CAPÍTULO
II
Continencia del corazón o verbo interior
3.
El Señor mostró en el pasaje citado que se refería a la boca interior. En
efecto, al decir: coloca, Señor, una guarda a mi boca y una puerta de
continencia a mis labios, añadió: para que no dejes que mi corazón se incline a
palabras malignas 5.
¿Qué significa inclinar el corazón sino consentir? Nada dice quien no
consiente, quien no rinde el corazón a las sugestiones con que le solicita el
ambiente. Pero, si consintió, ya sonó algo en su corazón, aunque nada haya
resonado en sus labios. Ni la mano ni miembro alguno del cuerpo se decidió a
mover, y ya se da por hecho todo aquello que tiene determinado de hacer. Reo es
ante las divinas leyes, aunque no lo descubran los humanos sentidos. Reo es por
el fallo que en su corazón pronunció, aunque nada el cuerpo ejecutó. Cierto, no
puede moverse un miembro para consumar una acción si no precede el fallo íntimo
como principio de la ejecución. Atinadamente se escribió que por el verbo
comienza toda obra 6.
Hartas cosas hacen los hombres con la boca cerrada, quieta la lengua, muda la
voz. Pero no comienza la corporal ejecución si no lo decreta primero el
corazón. Así hay en los pronunciamientos interiores muchos pecados que no se
revelan en hechos consumados. Pero ningún pecado hay en las obras exteriores
que no tenga su precedente en los pronunciamientos interiores. Por lo tanto,
cuando se coloca en los labios interiores la puerta de la continencia, en ambas
zonas se guarda la pureza de la inocencia.
Doctrina evangélica sobre continencia
4.
Dijo también el Señor por su propia boca: purificad lo que está dentro
y quedará purificado lo que está fuera 7.
Refutó las palabras necias de los escribas, que calumniaban a sus discípulos
por comer sin lavarse las manos, y añadió: no contamina al hombre lo
que entra por la boca; sino lo que sale por la boca, eso contamina al
hombre 8.
Tal sentencia es ininteligible si la aplicamos exclusivamente a la boca
sensible. A quien no mancha la comida, tampoco le mancha el vómito. Si la
comida es lo que entra en la boca, el vómito es lo que sale de ella. A la boca
del cuerpo se refiere, sin duda, la primera parte, que dice: no
contamina al hombre lo que entra por la boca. Pero se refiere a la boca del
corazón la segunda parte, que dice: lo que sale por la boca, eso es lo
que contamina al hombre. Cuando el apóstol Pedro pidió a Jesús que
explicase esta parábola, Él respondió: ¿también vosotros estáis todavía
sin entender? ¿O no veis que todo lo que entra por la boca pasa al vientre y se
expulsa al retrete? 9 Aquí,
sin duda alguna, se trata de la boca del cuerpo, ya que entra en ella el
alimento. La torpeza de nuestro corazón apenas podría descubrir que se refiere
a la boca cordial lo que sigue, si la Verdad misma no se hubiese dignado
caminar con los torpes. Dice, pues, a continuación: lo que sale por la
boca brota del corazón 10.
Es como si dijera: "Cuando oyes decir por la boca, entiende del
corazón. A ambas me refiero, pero explico la una por la otra. El hombre
interior tiene su boca interior, y el oído interior la descubre. Lo que procede
de esa boca, del corazón sale, y eso es lo que mancilla al hombre". Y,
dejando a un lado el término boca, que pudiera aplicarse a la
corporal, nos expone con mayor claridad el sentido: porque del corazón
salen pensamientos malvados, asesinatos, adulterios, fornicaciones, hurtos,
perjurios, blasfemias; esto es lo que contamina al hombre 11.
Tales crímenes pueden perpetrarse
también con los miembros del cuerpo, pero ninguno de ellos deja de ir precedido
por el pensamiento. Éste mancha al hombre, aunque por interponerse un obstáculo
no se siga la actividad criminal y torpe de los miembros. ¿Quedará libre de
culpa el corazón del asesino porque sus manos no ejecutaron el asesinato cuando
no pudieron? ¿Dejará alguien de ser ladrón en su intención porque no todos los
que quieran robar pueden lograrlo? ¿O dejará alguien de ser fornicario cuando
fue en busca de la ramera y ella no se encontraba dentro del lupanar? ¿No habrá
pronunciado con su boca interior un perjurio el que pretendió dañar a su
prójimo con mentira porque le faltó tiempo o lugar para ello?
Y el que en su corazón dice no
hay Dios 12,
¿acaso dejará de ser blasfemo porque temió a los hombres y se abstuvo de
pronunciar con la lengua su blasfemia? A esos tales los mancilla el mero
consentimiento mental, es decir, el fallo maligno de la boca interior. Por eso,
el salmista, temiendo que su corazón se rebajase a tales vicios, pide a Dios
que ponga una puerta de continencia en la boca íntima, una puerta que contenga
al corazón 13 para
que no se rebaje a pronunciar fallos malignos. El vocablo contener significa
que del pensamiento no se pasa al consentimiento, pues de ese modo, en
conformidad con el precepto apostólico, no reina el pecado en nuestro cuerpo
mortal, ni exhibimos nuestros miembros como armas de iniquidad en manos del
pecado 14.
No cumplen ese precepto los que no movilizan sus miembros para pecar cuando no
pueden; los que, cuando pueden, al punto manifiestan con el movimiento de sus
miembros, a semejanza de un movimiento de armas, quién es el que reina en su
interior. En cuanto de ellos depende, ofrecen al pecado sus miembros como armas
de iniquidad, pues pretenden el mal, y si no lo ejecutan es porque no
encuentran oportunidad.
Continencia interior y conducta exterior
5.
Suele denominarse continencia la castidad que refrena los
movimientos sexuales. Pues bien, no podrá violarla ninguna violencia mientras
se mantenga en el corazón esa superior continencia de la que venimos hablando.
Por eso, al decir el Señor que del corazón salen los malos pensamientos,
añadió cuáles son esos malos pensamientos, a saber, asesinatos,
adulterios 15,
etc. No los mencionó todos; mencionó algunos a modo de ejemplo, y nos invitó a
entenderlos todos. Ninguno de ellos puede realizarse si no va precedido por el
mal pensamiento, que dentro autoriza lo que fuera se realiza. Al salir el
decreto de la boca del corazón, mancilla ya al hombre, aunque no lo ejecuten
exteriormente los miembros del cuerpo por falta de poder para ello. Colocada,
pues, la puerta de la continencia en la boca del corazón, de la que sale todo
lo que mancilla al hombre, nada impuro podrá salir de allí. De ese modo se
logra la pureza de que puede gozar la conciencia, si bien no se logra una
perfecta continencia que no tenga que luchar con la concupiscencia. Ahora,
mientras la carne apetece contra el espíritu y el espíritu apetece contra la
carne 16,
harto es no consentir con el mal que sentimos. Cuando se otorga el consentimiento,
sale de la boca del corazón lo que mancilla al hombre. Mas cuando por obra de
la conciencia se deniega el consentimiento, no podrá dañarnos la malicia de la
carnal concupiscencia, pues lucha contra ella la continencia espiritual.
CAPÍTULO
III
Lucha temporal contra la carne mortal
6.
Una cosa es pelear bien, y esto ha de realizarse acá, mientras vivimos
conteniendo la muerte; otra cosa distinta es carecer de enemigo, y eso ha de
realizarse allá, cuando será aniquilada esa muerte, nuestra postrera
enemiga 17.
En tanto que la continencia reprime y cohíbe la libido, ejercita un doble
cometido: apetece el bien inmortal, al que tendemos, y rechaza el mal, con el
que en esta mortalidad contendemos. Al primero lo ama y espera; al segundo lo
hostiga y vigila; en ambos busca lo honesto y rehúye lo deshonesto. No se
fatigaría la continencia en reprimir los apetitos si no hubiese en ellos algo
que nos estimula contra la honestidad, si no hubiese en el apetito malo algo
que repugna a la buena voluntad. El Apóstol clama: sé que en mí, es
decir, en mi carne, no habita el bien; el querer el bien lo tengo al alcance,
pero no el realizarlo 18.
Acá, mientras denegamos el consentimiento a la mala concupiscencia, el bien es
realizado; cuando la concupiscencia sea consumida, el bien será consumado.
Asimismo clama el Doctor de las gentes: me deleito en la ley de Dios
según el hombre interior; pero descubro en mis miembros otra ley que guerrea
con la ley de la razón 19.
Ley y gracia
7.
Esta contienda no la experimentan sino los luchadores de la virtud, los
vencedores del vicio; porque a ese mal de la concupiscencia no le hace frente
sino el bien de la continencia. Hay quienes ignoran en absoluto la ley de Dios
y ni siquiera cuentan entre los enemigos los deseos sórdidos; les prestan
vasallaje en su ciega ruindad y aun se reputan felices cuando logran
mantenerlos más bien que contenerlos. Y hay quienes los descubren por medio de
la ley: ya que por la ley viene el conocimiento del pecado 20;
y yo ignoraría los malos deseos si la ley no dijese: no tendrás malos
deseos 21;
pero quienes son vencidos en la lid, viven bajo la ley, y la ley manda lo que
es bueno, pero no lo da: no viven bajo la gracia, pues la gracia por el
Espíritu Santo da lo que la ley exige. A estos tales la ley se entrometió para
que proliferara el delito 22;
el vedado aumentó la apetencia y la hizo invencible; así sobrevino la
prevaricación, que sin la ley no se da, pero sin pecado tampoco se da, porque
donde no hay ley no hay transgresión 23.
Cuando la gracia no ayuda, la ley veda el pecado; y así se convierte en
incentivo del mal el vedado. Por eso dice el Apóstol: el poder del
pecado, la ley 24.
No es maravilla que la debilidad humana saque de la ley buenas fuerzas para el
mal, pues para cumplir la misma ley estriba en su fuerza personal. Ignorando la
justicia de Dios, el cual se la presta al débil, y queriendo afirmar una
justicia propia, de la que carece el débil, no se somete a la justicia de
Dios 25 y
se hace réprobo y soberbio. Mas cuando la ley fuerza a buscar un médico, al
ruin, parece que le hiere más sañudamente con ese fin; entonces es la ley un
pedagogo que nos lleva a la gracia 26.
Por el atractivo pernicioso nos abatía la concupiscencia; contra él nos brinda
Dios el atractivo benéfico por el que preferimos la continencia, y entonces
nuestra tierra da fruto 27,
y el fruto sustenta al combatiente, y éste, con la ayuda de Dios, vence al
pecado.
Resistencia a la concupiscencia
8.
A tales luchadores los enardece la trompeta apostólica con esta llamada: No
reine el pecado en vuestro cuerpo mortal para obedecer a sus deseos; ni
ofrezcáis vuestros miembros al pecado como instrumentos de injusticia, sino
poneos a disposición de Dios, como resucitados de la muerte, y brindad vuestros
miembros a Dios como instrumentos de justicia. Así el pecado no os dominará,
porque no vivís bajo la ley, sino bajo la gracia 28.
Y en otro lugar: Por lo tanto, hermanos, no somos deudores de la carne
[instinto], para vivir según la carne. Si viviereis según la carne, moriréis;
mas si mortificáis con el espíritu las obras de la carne, viviréis. Todos los
que se dejan gobernar por el espíritu de Dios, hijos son de Dios 29.
Mientras esta vida mortal fluye bajo la
gracia, ese es nuestro empeño: que no reine en nuestro cuerpo mortal el pecado,
es decir, la concupiscencia del pecado, pues la concupiscencia se llama pecado
en este lugar. El acatamiento a su imperio es prueba de nuestro cautiverio.
Vive, pues, en nosotros la concupiscencia del pecado, pero no hemos de tolerar
su reinado. Hemos de resistir a sus demandas para que no reine sobre vasallos
sumisos. No usurpe para sí la concupiscencia nuestros miembros; es la
continencia quien ha de reclamarlos en propiedad para que sirvan a Dios como
instrumentos de justicia y no al pecado como armas de iniquidad. De ese modo no
nos sojuzgará el pecado. No vivimos ya bajo la ley, que prescribe el bien y no
lo da; vivimos bajo la gracia, que eso mismo que la ley prescribe nos lo hace
amar, y así puede sobre corazones libres imperar.
Las obras de la carne y los frutos del espíritu
9.
Asimismo, nos recomienda el Apóstol que no vivamos según la carne para que no
muramos, sino que amortigüemos con el espíritu las obras de la carne para que
vivamos. Esa trompeta que vibra nos denuncia la guerra en que vivimos y nos
arrastra a pelear denodados, a mortificar a nuestros enemigos para no ser por
ellos mortificados. Bien claramente señala los enemigos. Son esos a quienes
tenemos que amortiguar, a saber, las obras de la carne, pues dijo así: mas
si por el espíritu mortificareis las obras de la carne, viviréis 30.
Para saber cuáles son esas obras, oigámosle de nuevo cuando escribe a los
Gálatas y dice: las acciones de la carne [instinto] son manifiestas:
fornicación, indecencia, desenfreno, idolatría, hechicería, enemistades, reyertas,
envidias, celos, ambición, herejías, facciones, borracheras, comilonas y cosas
semejantes; sobre eso os predico lo que os prediqué, a saber, que los que tal
hacen no poseerán el reino de Dios 31.
Al expresarse así denunciaba la guerra,
enardecía a los luchadores con esa celeste y espiritual trompeta cristiana para
que mortifiquen a la hueste malsana. Antes había dicho: yo os encargo
que procedáis según el espíritu y no ejecutéis los deseos carnales. Porque la
carne apetece contra el espíritu y el espíritu contra la carne. Ambos
mutuamente son tan opuestos que no hacéis lo que queréis. Pero si os dejáis
guiar por el espíritu, no estáis bajo la ley 32.
Por lo tanto, quiere que los que vivan bajo la gracia sostengan el combate
contra las obras de la carne, y para denunciar las obras de la carne añadió el
pasaje que antes cité: y manifiestas son las obras de la carne, a
saber, fornicación 33,
etc. Obras de la carne son las que citó y las que dejó sobrentender, máxime
teniendo en cuenta que añade: y cosas semejantes. Además, al sacar
a plaza en esta batalla, frente a esa especie de ejército carnal, una hueste
espiritual, dice: Por el contrario, los frutos del espíritu son: amor,
gozo, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre y continencia.
Contra semejantes frutos no hay ley 34.
No dijo contra estos para que no
creamos que no hay otros. Bien es verdad que, aunque lo hubiese dicho,
deberíamos aplicarlo a todos los frutos del mismo linaje que podamos pensar. Lo
cierto es que dijo: contra semejantes, es decir, contra estos y
otros tales. Y hasta parece que procuró con énfasis imprimir en nuestra memoria
esta continencia de que me propuse tratar, y de la que ya he dicho hartas
cosas. Por eso la nombró en último lugar entre los frutos mencionados, porque
tiene la mayor importancia en esta guerra en la que el espíritu apetece contra
la carne; es que crucifica en cierto modo las apetencias mismas de la carne. Y
por eso, después de hablar así, continúa el Apóstol: mas los que son de
Jesucristo han crucificado su carne con pasiones y concupiscencias 35.
He ahí la obra de la continencia y he ahí cómo se mortifican las obras de la
carne. En cambio, éstas, a su vez, mortifican a los que consienten en la
ejecución y se dejan arrastrar por la concupiscencia por haberse apartado de la
continencia.
CAPÍTULO
IV
La continencia, incompatible con la autosuficiencia
10.
Para no apartarnos de la continencia debemos velar contra la insidia de las
sugestiones diabólicas, sin presumir de fuerzas propias. Porque maldito
quien confía en un hombre 36.
¿Y quién ha de ser ese sino el hombre? Quien la ponga en sí, siendo hombre, no
podrá afirmar con verdad que no la pone en el hombre. ¿Y qué es vivir según el
hombre sino vivir según la carne? Escuche, pues, quien se sienta seducido por
el orgullo humano y tiemble si carece de sentido cristiano. Oiga, pues:si
viviereis según la carne, moriréis 37.
11.
Quizá replique alguien: "No es lo mismo vivir según la carne que vivir
según el hombre. El hombre es criatura racional, el alma racional es su
atributo, y en eso se distingue del bruto; en cambio, la carne es nuestra parte
ínfima y terrena, por lo cual vivir según la carne no es cosa buena. Quien vive
según el hombre, no vive según la carne, sino según su específico atributo, a
saber, según la razón con que aventaja al bruto". Tal discusión pudiera
ser de algún interés en la escuela de los filósofos. Pero para entender
nosotros al Apóstol de Cristo hemos de atender al estilo cristiano. Todos
aquellos cuya vida es Cristo creyeron, sin duda alguna, que el Verbo de Dios
asumió al hombre entero, no privado de alma racional, como algunos herejes
pretendieron. Y, sin embargo, leemos: el Verbo se hizo carne 38.
¿Qué significa aquí carne sino hombre? Y toda carne
verá la salvación de Dios 39.
¿Qué quiere decir sino todo hombre? A ti vendrá toda carne 40.
¿Quién ha de venir sino todo hombre? Le diste poder sobre toda
carne 41.
¿Sobre quién sino sobre todos los hombres? Por las obras de la ley no
se justifica ninguna carne 42.
¿Qué quiere decir esto sino que no se justificará hombre alguno? Es lo que en
otro lugar dice más claramente: no se justifica el hombre por las obras
de la ley 43.
Reprende a los Corintios diciendo: ¿es que no sois carnales y camináis
según el hombre? 44 Les
llama carnales, y, con todo, no dice que caminan según la carne, sino según
el hombre. Aunque bien se ve que quiere decir "según la carne".
Si fuese culpa el vivir según la carne y virtud el vivir según el hombre, no
les reprendería diciendo: camináis según el hombre. Reciba el
hombre la reprensión, cambie la intención, evite la sanción. Escucha, hombre:
no camines según el hombre, sino según aquel que hizo al hombre; no te apartes
de aquel que te hizo a ti ni siquiera para buscarte a ti. Eso lo dijo un hombre
que, sin embargo, no vivía según el hombre: porque no soy idóneo para
pensar por mí algo como de propia cosecha, sino que mi capacidad viene de
Dios 45.
Mira si podía vivir según su propia humanidad quien tal cosa pudo asegurar con
verdad. Es que cuando el Apóstol avisa al hombre para que no viva según el
hombre, devuelve a Dios el hombre. Quien es hombre y no vive según el egoísmo,
sino según Dios, no vive ni siquiera según él mismo. Mas cuando su egoísmo no
se destrona, dice el Apóstol que vive según la carne, porque al nombrar la
carne, como ya mostré, se sobrentiende la persona. Del mismo modo se entiende
todo el hombre cuando se cita a sola el alma. Y así se dice sométase
toda alma -es decir, todo hombre- a los poderes
superiores 46.
Y también: setenta y cinco almas -es decir, setenta y cinco
hombres- bajaron a Egipto con Jacob 47.
No vivas según tú mismo, ¡oh hombre! Ahí precisamente pereciste, pero te
buscaron. Repito: no vivas según tú mismo; ahí pereciste y te encontraron. No
condenes la naturaleza carnal cuando oyes decir: si viviereis según la
carne, moriréis 48.
Del mismo modo pudo decir: "Si vivís según vosotros, moriréis", y
hubiese dicho bien. En efecto, el diablo carece de carnalidad; y, no obstante,
por querer vivir según él mismo, no permaneció en la verdad 49.
No es, pues, maravilla lo que de él dice con verdad la Verdad, pues el diablo
vive según él mismo: cuando habla mentira, de lo suyo habla 50.
CAPÍTULO
V
Desconfianza propia, confianza divina y responsabilidad
personal
12.
Cuando oyes decir: el pecado no reinará en vosotros 51,
no te fíes de ti para que no reine el pecado en ti. Fíate de aquel a quien dice
el justo en su oración: Dirige mis caminos según tu palabra y no reine
en mí iniquidad alguna 52.
Quizá al escuchar el pecado no reinará en vosotros, podíamos
engreírnos, atribuyéndolo a fuerzas propias. Bien lo vio el Apóstol. Para
evitarlo, dijo a continuación:porque no estáis bajo la ley, sino bajo la
gracia 53.
Si no reina en ti el pecado, a la gracia lo debes. No confíes en ti, no sea que
por eso mismo reine en ti el pecado más y mejor. Cuando oímos decir: si
mortificareis con el espíritu las obras de la carne, viviréis 54,
no atribuyamos a nuestro espíritu ese heroísmo, como si pudiera lograrlo por sí
mismo. Para que no apliquemos una interpretación tan carnal a un espíritu
muerto más bien que mortificador, añadió el Apóstol: todos los que se
dejan gobernar por el Espíritu de Dios, hijos son de Dios 55.
Por lo tanto, si hemos de mortificar con el espíritu las obras carnales, ha de
gobernarnos el espíritu divino. Él da la continencia, con cuya virtud podemos
reprimir, domar y vencer a la concupiscencia.
La herida del pecado
13.
En esta gran batalla en que el hombre sometido a la gracia se debate, socorrido
por ella cuando mantiene con dignidad el combate, se regocija y estremece en el
Señor. Pero aun los combatientes más aguerridos, los victoriosos mortificadores
de los sentidos, no se libran de algunas llagas del pecado. Y para sanar tienen
que repetir con verdad cada día: perdona nuestras ofensas 56.
Luchan en la oración con mayor acritud y juicio contra el pecado y contra el
diablo, príncipe y rey del vicio; así invalidan las mortíferas. sugestiones con
las que el demonio instiga al pecador a excusar más bien que a acusar los
pecados; de manera que no solo no cicatricen las heridas, sino que se
conviertan en graves y mortales las que eran comedidas. Aquí necesitamos de más
cauta continencia para cohibir la engreída concupiscencia. El pecador se
complace en su vida miserable y no quiere aparecer responsable; rehúye el ser
convencido de pecado cuando peca; no acepta su propia acusación con saludable
humildad, antes bien con ruinosa altivez inventa mil excusas. Para cohibir al
altivo sofista pidió al Señor la continencia este salmista, cuyas palabras cité
al principio y recomendé cuanto pude. Dijo él: coloca, Señor, una
guarda a mi boca y una puerta de continencia a mis labios para que no descienda
mi corazón a palabras malignas. Y para explicar mejor el motivo de su
preocupación añadió:inventando excusas en los pecados 57.
¿Hay algo más maligno que las palabras con que el malo niega ser malo? ¿Aunque
se le convenza de haber obrado mal y no pueda negarlo? No puede ocultar el
hecho, ni denominarlo bien hecho, ni negar que él lo ha hecho; y entonces
pretende hallar otro a quien cargar con la acción para escapar de la sanción.
Al negarse a ser reo, aumenta su reato; al no acusar, sino excusar su
conciencia, olvida que no se priva del castigo, sino de la indulgencia. Cuando
los jueces son hombres y pueden engañarse, parece que aprovecha, por lo menos
de momento, el embellecer la fechoría con alguna falacia. Pero ante Dios, que
no puede engañarse, no hay que recurrir a una vana protección, sino a una llana
confesión.
Responsabilidad personal ante el pecado
14.
Entre esos que suelen excusar sus pecados hay quienes se lamentan de la
fatalidad, que les determina a delinquir, como si fuese imposición de las
estrellas, como si el cielo pecase al planear para que el pecador pueda después
ejecutar. Otros prefieren atribuir su caída a la fortuna, pensando que todo
acaece por combinaciones fortuitas; pero aseguran que lo saben y mantienen con
su cuenta y razón, no con fortuita presunción. ¿No será demencia atribuir sus
cálculos a la razón y sus acciones al azar? Otros atribuyen al diablo cuanto
hacen de malo, pero niegan tener relación alguna con él, pudiendo sospechar
que, en efecto, les persuadió a obrar mal con ocultas sugestiones, y no
pudiendo dudar de que otorgan su consentimiento, vengan ellas de donde
vinieren. Otros hay que convierten su excusa en una acusación contra Dios; por
divinos juicios son míseros, y por su propio frenesí, blasfemos. Inventan
frente a Dios, como principio contrario, la sustancia rebelde del mal; Dios no
hubiese podido resistir a la sustancia mala si no hubiese mezclado con ella una
parte de su divina naturaleza y sustancia, condenándola a ser contaminada y
corrompida. Afirman luego que pecan cuando la naturaleza del mal sobrepuja a la
naturaleza de Dios. Tal suena la torpe locura de los maniqueos, cuyos
artificios diabólicos desbarata sin artificio la verdad, asentando de fijo que
la naturaleza de Dios es incontaminable e incorruptible. ¿Qué linaje de culposa
contaminación y corrupción no será en estos herejes creíble, cuando al mismo
Dios, suma e incomparablemente bueno, le creen contaminable y corruptible?
CAPÍTULO
VI
Dios saca bien del mal permitido y aborrecido
15.
Hay quienes al excusar sus pecados acusan a Dios, diciendo que los pecados le
agradan. Si le desagradasen, dicen ellos, en modo alguno permitiría con su
omnipotente poder que se cometieran. ¡Como si Dios permitiese que los pecados
queden impunes aun en sujetos a quienes la remisión libra de la eterna
condenación! A nadie se le condena la pena grave y merecida si no sufre alguna
pena, aunque sea mucho menor que la debida. De esa traza se ejercita la
largueza de la misericordia divina sin olvidar la justicia de la disciplina.
Ese pecado que parece quedar sin castigo lleva su correspondiente sanción;
quien se duele de su culpa, paga con la dentera, y quien no se duele, paga con
la ceguera. Dices tú: ¿Por qué lo permite Dios, si le desagrada? Digo yo: ¿Por
qué lo castiga, si le agrada? Confieso yo que, si ello se produce, el
Omnipotente lo tiene que permitir. Confiesas tú que no se puede tolerar lo que
el Justo tiene que castigar. Abstengámonos de lo que Él castiga, y quizá
merezcamos saber por inspiración suya por qué permite realizar lo que tiene que
castigar. Porque, como está escrito, el alimento sólido es propio de
perfectos 58.
Los que ya han crecido, nutriéndose de ese alimento, entienden que es más digno
de la omnipotencia de Dios el permitir esos males, que provienen del libre
albedrío del hombre. Porque es tan grande la bondad omnipotente, que de los
mismos males puede sacar unos bienes, ya perdonando, ya sanando al pecador; ora
adaptando y trocando el pecado en beneficio del justo, ora sancionándolo con
justicia. Todo esto es bueno, todo ello es muy digno de un Dios bueno y
omnipotente; y, con todo, no se obtendrían estos bienes si no hubiese males.
¿Habrá algún ser más bueno y más omnipotente que quien no hace ningún mal y
además utiliza el mal para hacer bien? Los reos claman a Dios: perdona
nuestras ofensas 59.
Él escucha y perdona. Los que persiguen a sus siervos se ensañan; Él utiliza la
saña para hacer mártires. En fin, Él condena a los que encuentra dignos de
condenación; mientras ellos padecen sus males, Él hace lo que es bueno. En
efecto, no puede dejar de ser bueno lo que es justo, y así como es injusto el
pecado, así es justo el suplicio del malvado.
Impecancia presente e impecabilidad futura
16.
No le faltó a Dios poder para formar un hombre que no pudiese caer. Prefirió
hacer un hombre que pudiese pecar si quería, no pecar si no quería. Prohibiendo
pecar, preceptuó no pecar; de modo que el no pecar ahora sería para el hombre
un mérito bueno y el no poder pecar después sería para él un premio justo. Al
fin del mundo hará Dios a los santos tales, que no podrán pecar en absoluto;
como actualmente conserva a los ángeles tales, que podamos amarlos en Él, sin
temor a que alguno se convierta en diablo por infiel. No presumimos tanto de
ningún hombre justo en la mortalidad de la vida presente, aunque confiamos en
que seremos todos como los ángeles en la inmortalidad de la vida futura. ¿Qué
bienes nos otorgará el Omnipotente, que sabe sacar bienes aun de nuestros
males, cuando nos liberte de todos los males? Me podría extender más y con
mayor sutileza sobre el buen uso del mal, pero no es tema de este sermón, cuya
prolongada extensión debo evitar.
CAPÍTULO
VII
Continencia y justicia, binomio de paz
17.
Volvamos ya al motivo que ha originado el anterior comentario. Necesitamos
poseer la continencia y conocer que es un don divino para que no se deslice
nuestro corazón a palabras malignas, para que no inventemos excusas en los
pecados. ¿Qué pecado no tendrá necesidad de la continencia para ser evitado,
cuando ella tiene que evitar que se defienda con orgullo su perpetración?
Tenemos, pues, una necesidad universal de la continencia para no hacer el mal.
En cambio, hemos de recurrir a otra virtud, a saber, a la justicia, para hacer
el bien. Nos lo advierte el sagrado salmo, donde leemos: apártate del
mal y obra el bien, y a continuación nos da el motivo:busca la paz y
síguela 60.
Tendremos la paz perfecta cuando nuestra naturaleza se una inseparablemente a
su Creador y no haya oposición en nuestro interior. Eso es lo que nos da a
entender Jesús, a mi juicio, cuando dice: mantened ceñidos vuestros
lomos y encendidas las lámparas 61.
¿Qué significa ceñir los lomos? Reprimir la libido, lo que es propio de la
continencia. ¿Qué significa mantener las lámparas encendidas? Brillar y
afanarse en buenas obras, lo que es propio de la justicia. Y no pase en
silencio la finalidad por la que hemos de obrar así, pues dice a continuación: y
seréis semejantes a aquellos que esperan a su Señor cuando venga de las
bodas 62.
Cuando viniere, nos premiará, pues nos contuvimos de lo que nos sugirió la
carnalidad e hicimos lo que nos exigió la caridad, para que de ese modo
reinemos en su perfecta y sempiterna paz, cuando ya rechacemos sin oposición
alguna el mal y gocemos del bien con pleno solaz.
Naturaleza humana buena, aunque enferma
18.
Por lo tanto, todos los que creemos en un Dios vivo y verdadero, cuya
naturaleza sumamente buena e inmutable no hace ni padece ningún mal, de quien
procede todo bien, aun el que admite disminución, sin que Él pueda disminuirse
en su propio bien, que es Él mismo, oímos al Apóstol, que dice: caminad
en espíritu y no satisfagáis las concupiscencias de la carne, porque la carne
codicia contra el espíritu, y el espíritu contra la carne. Ambas mutuamente se
oponen para que no hagáis lo que apetecéis 63.
Cuando oímos esto, no creamos eso que propala el delirio de los maniqueos, a
saber, que aquí se anuncian dos naturalezas rivales que proceden de principios
contrarios, una del bien y otra del mal. En efecto, esas naturalezas son buenas
ambas; bueno es el espíritu y buena es la carne; y el hombre, que consta de
ambas, una gobernadora y otra gobernable, un bien es, aunque mudable. Ello no
sería así si el hombre no fuese obra del Bien permanente, Autor de todo bien,
grande o pequeño. Aunque un bien sea pequeño, obra es de un gran Bien; y aunque
sea obra grande un bien, en modo alguno se puede comparar con su Hacedor.
Solo que en esta naturaleza del hombre,
bien fundada y organizada por el Bien, se produce la guerra, porque falta el
vigor. Sanad su debilidad y tendréis la paz. Y la debilidad merecida por la
culpa no es natural. La divina gracia perdonó ya esa culpa a los fieles
cristianos mediante el lavatorio de la regeneración; pero la naturaleza
continúa con sus flaquezas languideciendo bajo tratamiento y curación. En ese
conflicto no puede haber otra salud que la victoria completa; esa es la salud,
no temporal, sino eterna, en la que no solo ha de tener fin la flaqueza, sino
que ha de quedar asegurada la entereza. Por eso, el justo exhorta a su alma
diciendo: bendice, alma mía, al Señor y no olvides sus premios. Él se
muestra propicio frente a tus iniquidades y sana todas tus debilidades 64.
Se muestra propicio con las iniquidades cuando perdona los delitos, sana las
flaquezas cuando endereza los apetitos. Se muestra propicio con las iniquidades
otorgando la indulgencia, sana las flaquezas otorgando la continencia. Lo
primero se les otorgó en el bautismo a los confesantes, lo segundo
se les otorga en la batalla a los combatientes. En esta batalla hemos de
dominar nuestra flaqueza con la ayuda divina. Lo primero se realiza también
ahora, cuando Dios escucha nuestra suplica: perdona nuestras ofensas;
y se realiza lo segundo cuando escucha nuestro ruego: y no nos dejes
caer en la tentación 65.
Porque, como dice el apóstol Santiago, cada uno es tentado por su
propia concupiscencia que lo arrastra y seduce 66.
Contra un tal achaque pedimos el socorro medicinal a aquel que puede curar
nuestro mal, no despojándonos de la naturaleza extraña, sino reparando la
naturaleza nuestra. Por eso, el citado apóstol no dice solamente: cada
uno es tentado por su concupiscencia, sino que añade propia,
para que quien lo oiga entienda cómo debe rezar: yo dije, Señor, ten
piedad de mí; remedia mi alma, pues pequé contra ti 67.
No necesitaría el alma remedios si al pecar no se hubiese desequilibrado de
modo que su carne codiciara contra ella, es decir, si no hubiese encontrado
oposición dentro de su ser cuando su carne empezó a enflaquecer.
CAPÍTULO
VIII
Amar la carne es resistir a sus vicios contra el
espíritu
19.
Nada apetece la carne sino mediante el alma. Pero se dice que apetece contra el
espíritu cuando se produce la concupiscencia carnal y el alma lucha contra el
espíritu. Ese es nuestro compuesto. Esta carne que muere cuando se aparta de
ella el alma y es nuestra parte ínfima, no se rechaza para ser abandonada, sino
que se depone para ser recuperada para siempre jamás: se siembra un
cuerpo animal y resucitará un cuerpo espiritual 68.
Nada apetecerá entonces la carne contra el espíritu, cuando ella misma se
denominará espiritual, porque se someterá al espíritu -no solo sin repugnancia
alguna, sino también sin necesidad alguna de alimento corporal- para que la
vivifique el espíritu. Pidamos y hagamos que concuerden estos dos elementos que
ahora se oponen dentro de nosotros, ya que en ambos está nuestra personalidad.
Ninguno de los dos es enemigo nuestro, sino el vicio, por el que la carne
codicia contra el espíritu. Sanado el vicio, desaparece el vicio; y ambas
sustancias quedan sanas; no puede haber entre ellas conflicto.
Oigamos al Apóstol: sé que el
bien no habita en mí, es decir, en mi carne 69.
Eso dice porque no es bueno el vicio de la carne, aunque resida en una
sustancia buena; suprimido el vicio, ella subsiste, pero no ya viciada ni
viciosa. Para mostrar que la carne pertenece a nuestra naturaleza, empieza
diciendo el Apóstol: sé que el bien no habita en mí. Y para
explicarse añade: es decir, en mi carne. De ese modo afirma que su
carne es él. Luego no es ella nuestra enemiga. Cuando resistimos a sus vicios
la amamos, puesto que la curamos, ya que nadie tuvo jamás odio a su
carne 70,
como dice el mismo Apóstol. Y en otro lugar dice: por lo tanto, yo
mismo sirvo con la mente a la ley de Dios, mientras con la carne sirvo a la ley
del pecado 71.
¿Cómo sirve con la carne a la ley del pecado? ¿Acaso dando su consentimiento a
la concupiscencia carnal? Nunca. Es que siente en la carne un movimiento de
deseos que no quiere tener, y que, sin embargo, ha de padecer. Pero sirve con
su mente a la ley de Dios al no consentir y reprime sus miembros para que no
puedan servir como armas de pecado.
Temporalidad de la oposición carne y espíritu
20.
Surge, por lo tanto, dentro de nosotros el mal deseo, pero no vivimos mal
cuando no consentimos en el devaneo. Surge dentro de nosotros la concupiscencia
pecaminosa, pero no ejecutamos el mal mientras resistimos, aunque no sea
consumado nuestro bien mientras la sentimos. Ambas cosas nos muestra el
Apóstol, a saber: no es perfecto el bien, pues el mal se apetece; ni es
consumado el mal, cuando a tal concupiscencia no se la obedece. Lo primero
lo expresa diciendo: al alcance tengo el querer, pero no tengo el
consumar el bien 72;
lo segundo lo expresa así:proceded según el espíritu y no ejecutéis las
concupiscencias del instinto 73.
En el primer pasaje no dice que no pueda hacer, sino consumar, el bien; en el
segundo no nos prohíbe sentir concupiscencias carnales, sino consumarlas.
Surgen en nosotros las malas concupiscencias cuando place lo que prohíbe Dios;
pero no se consuman mientras reprimimos la libido con la mente sometida a la
ley de Dios. De igual modo obramos el bien cuando no ejecutamos el mal que nos
solivianta, porque triunfa en nosotros la delectación santa; pero no se consuma
el bien perfecto mientras por la carne, sometida a la ley del pecado, nos
inclina el afecto; aunque se la reprime, no se la suprime.
Algún día ha de ser consumado el bien
cuando sea consumido el mal; aquel será sumo, éste será nulo. Si creemos que en
esta mortalidad podemos esperarlo, erramos. Entonces sobrevendrá cuando la
muerte desaparecerá. Ello será allá, donde la vida eterna se dará. En aquel
siglo y en aquel reino tendremos el bien sumo y el mal nulo, porque entonces y
allí será sumo el amor de la sapiencia y nulo el trabajo de la continencia. Por
lo tanto, no es mala la carne si carece de mal, es decir, del vicio con que fue
viciado el hombre, un hombre que no fue mal hecho, sino que fue el hacedor del
mal. El buen Dios hizo el bien al formarle de ambos elementos, cuerpo y alma,
pero él hizo el mal, con que se hizo malo. Se le condonó el reato de ese mal
por indulgencia, pero tiene que seguir peleando con su vicio mediante la
continencia. Así no pensará que fue liviano lo que hizo. Muy lejos el pensar
que los que reinen en la paz futura tendrán vicio alguno, pues durante esta
pelea se van menoscabando en los que avanzan no solo los delitos, sino también
esos apetitos con los que peleamos cuando resistimos y con los que pecamos
cuando consentimos.
La gracia redentora supera los dones perdidos
21.
Cierto, la carne apetece contra el espíritu; en nuestra carne no habita el
bien; la ley de nuestros miembros se opone a la ley de la mente. Pero todo eso
no es mezcolanza de dos naturalezas oriundas de principios encontrados, sino
división de una naturaleza contra sí misma, impuesta como sanción de pecados.
En Adán no fuimos así, antes de que nuestra naturaleza desdeñase y ofendiese a
su Autor por escuchar y seguir a su burlador. No es esta la vida constitutiva
del hombre creado, sino el castigo consecutivo del hombre condenado. Libres de
la condenación por la gracia de Jesucristo, tienen que pelear con la sanción
los hombres libres, sin salud perfecta, pero con garantías de salud. Entre
tanto, los no libres continúan, reos del vicio, envueltos en el suplicio.
Acabada esta vida, los reos continuarán
para siempre sometidos a la pena por su culpa y los libres se emanciparán para
siempre de la culpa y de la pena, y ya permanecerán para siempre ambas
sustancias buenas, espíritu y carne, pues las creó buenas, aunque mudables, el
Señor bueno e inmutable. Subsistirán mejoradas para jamás empeorarse, pues
quedarán consumidos ambos males, el que el hombre cometió injustamente y el que
padeció justamente. Al perecer ambos males, el de la iniquidad precedente y el
de la infelicidad consiguiente, la voluntad del hombre se mantendrá recta sin
desviación alguna. Allí será claro y notorio para todos lo que ahora muchos
fieles creen y pocos entienden, a saber, que el mal no es una sustancia, sino
que, a semejanza de una llaga en el cuerpo, comenzó a existir al comenzar la
peste en la sustancia, que se vició a sí misma. Dejará de existir el mal cuando
se recobre la salud original. ¿Cuál será esa doble sustancia nuestra cuando
desaparezca de nosotros el mal que comenzó por nosotros y se aumente y
perfeccione nuestro bien hasta el remate de una felicísima incorrupción e
inmortalidad? Vivimos ahora en esta mortalidad y corrupción, y el
cuerpo corruptible abruma al alma 74.
Como dice el Apóstol, muerto está el cuerpo por el pecado 75.
Y, sin embargo, da el Señor de nuestra carne, es decir, de nuestra parte ínfima
y terrena, un testimonio como el que antes cité: Nadie tuvo jamás odio
a su cuerpo. Y añade a continuación: sino que lo alimenta y cuida
como Cristo a la Iglesia 76.
CAPÍTULO
IX
San Pablo niega la maldad sustancial de la
naturaleza
22.
¿Cuál será, no digo la equivocación, sino la aberración de los maniqueos,
cuando asignan nuestra carne a no sé qué fabulosa gente de las tinieblas,
afirmando que esa gente tuvo sin principio naturaleza mala? ¿No exhorta el
Doctor veraz a los varones para que amen a sus mujeres como a su propia carne,
presentándoles con ese fin el ejemplo de Cristo y de su Iglesia? Vamos a citar
entero el texto de la epístola paulina, que viene harto oportuno: varones,
amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella para
santificarla, purificándola por el baño del agua y la palabra; y consagrarla
para presentar una Iglesia gloriosa sin mancha ni arruga o cosa semejante, sino
santa e irreprochable. Así tienen los maridos que amar a sus mujeres como a su
cuerpo. Quien ama a su mujer, a sí mismo se ama 77.
Después añade lo que antes cité: porque nadie tuvo jamás odio a su
cuerpo, sino que lo alimenta y cuida como Cristo a la Iglesia 78.
¿Qué dice a esto la demencia de esa tan
torpe impiedad? ¿Qué decís a esto, maniqueos? Tratáis de imponernos, en nombre
de los escritos apostólicos, dos naturalezas sin principio, una del bien y otra
del mal, y entre tanto no queréis escuchar esos escritos apostólicos, que os
apartarían de vuestro sacrilegio inmoral. Vosotros leéis: la carne
apetece contra el espíritu 79.
Y también: no habita el bien en mi carne 80.
Pues leed asimismo: nadie tuvo jamás odio a su cuerpo, sino que lo
alimenta y cuida como Cristo a su Iglesia 81.
Vosotros leéis: veo otra ley en mis miembros, que se opone a la ley de
mi mente 82.
Pues leed asimismo: del mismo modo que Cristo amó a su Iglesia, así los
maridos tienen que amar a sus mujeres como a su cuerpo 83.
No seáis embaucadores en los primeros testimonios, ni falsos en los segundos, y
seréis correctos en ambos. Porque, si interpretáis los segundos en su dignidad,
os esforzaréis por entender los primeros en su verdad.
Bondad de la naturaleza humana en San Pablo
23.
A tres linajes de unión se refirió el Apóstol: Cristo y la Iglesia, marido y
mujer, espíritu y carne. Los primeros miembros de estas uniones miran por los
segundos, los segundos sirven a los primeros. Todos ellos son buenos; mantienen
la hermosura del orden, tanto los primeros, que presiden con excelencia, como
los segundos, que se someten con decencia. Para saber cómo han de comportarse
mutuamente el varón y la mujer reciben un precepto y un ejemplo. El precepto
es:someteos... las mujeres a los maridos como al Señor, ya que el marido es
cabeza de la mujer 84.
Y también: varones, amad a vuestras mujeres. A las mujeres les
presenta el ejemplo de la Iglesia, a los varones el de Cristo, diciendo: como
la Iglesia se somete a Cristo, así las mujeres a sus maridos en todo. De
igual modo, después de intimar a los varones el precepto de amar a sus mujeres,
les presenta el ejemplo: como Cristo amó a la Iglesia 85.
Pero a los varones les presenta el ejemplo también de una cosa inferior, y no
solo el de una cosa superior como es Dios. No les dice tan solo:varones,
amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia, que es un ejemplo
superior, sino que añade: los maridos tienen que amar a sus mujeres
como a su cuerpo 86,
que es un ejemplo inferior. Porque buenos son tanto el superior como el
inferior. No se le cita a la mujer el ejemplo de la carne o cuerpo para que se
someta a su marido como la carne al espíritu. Quizá quiere el Apóstol que se
sobrentienda, aunque no lo citó. O quizá no quiso presentar a la mujer ese
ejemplo de sujeción porque, en la mortalidad y dolencia de la presente vida, la
carne apetece contra el espíritu. Se lo citó a los varones porque, aunque el
espíritu apetece contra la carne, lo hace mirando por el bien de la carne; por
el contrario, la carne que apetece contra el espíritu, con su oposición no mira
por el espíritu, ni siquiera por sí misma. No miraría por el bien de la carne
el espíritu bueno, ya cuando nutre y vigoriza la naturaleza carnal por la
providencia, ya cuando resiste a sus vicios por la continencia, si no
patentizasen ambas sustancias a su Causa divina con el decoro de su
correspondiente disciplina. ¿Por qué, auténticos dementes, os vendéis por
cristianos? Lucháis sin tino contra las Escrituras cristianas, con los ojos
cerrados o más bien apagados, afirmando que Cristo apareció a los mortales en
una carne falsa; que la Iglesia pertenece a Cristo en cuanto al alma, y al
diablo en cuanto al cuerpo; que el sexo masculino y el femenino son obra de
Satanás y no del Omnipotente, y que la carne se une al espíritu como una
sustancia pésima se une a otra excelente.
CAPÍTULO
X
Contradicciones del dualismo maniqueo
24.
Si os parece que no son decisivos los textos de los escritos paulinos que acabo
de citar, escuchad aún otros, si es que tenéis oídos. ¿Qué es lo que dice el
loco de Manés acerca de la carne de Cristo? Que no era verdadera, sino falsa.
¿Y qué dice a eso el bienaventurado Apóstol? Recuerda que Jesucristo
resucitó de entre los muertos y pertenece al linaje de David, según mi
evangelio 87.
Y el mismo Cristo dijo: tocad y ved; un fantasma no tiene carne y
huesos, como veis que yo tengo 88.
¿Cómo ha de haber en esa doctrina maniquea verdad, cuando afirma que en la
carne de Cristo había falsedad? ¿Cómo no iba Cristo a merecer censura si
hubiese habido en Él tal impostura? Para esos hombres demasiado puros es un mal
la carne verdadera y no es un bien el dar la carne falsa por verdadera; es un
mal la carne verdadera de Cristo cuando nació del linaje de David, y, en
cambio, no sería un mal la lengua embustera de Cristo cuando dice: tocad
y ved; un fantasma no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo.
¿Y qué dice acerca de la Iglesia el
seductor de los hombres en ese mortífero error? Afirma que por parte de las
almas pertenece a Cristo, pero que pertenece al diablo por parte de los
cuerpos. ¿Y qué dice a eso el Doctor de las gentes en la fe y en la verdad?
Afirma: ¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? 89 ¿Qué
dice acerca del sexo masculino y femenino el hijo de la perdición? Afirma que
ambos sexos no proceden de Dios, sino del diablo. ¿Y qué dice a eso el Vaso de
elección? Afirma: si la mujer procede del varón, también el varón nace
de la mujer y ambos proceden de Dios 90.
¿Qué dice acerca de la carne, por medio de Manés, el espíritu inmundo? Afirma
que es sustancia mala, creada no por Dios, sino por el enemigo. ¿Y qué dice a
eso, por medio de Pablo, el Espíritu Santo? Afirma: como el cuerpo es
uno y tiene muchos miembros, y, a pesar de ser muchos los miembros del cuerpo,
éste es uno, del mismo modo Cristo 91.
Y poco después añade: colocó Dios los miembros a cada uno de ellos en
el cuerpo según le plugo 92.
Y luego: Dios organizó el cuerpo dando más honor al que carece de él,
de modo que no hubiera fisuras en el cuerpo, sino que y todos los miembros se
interesaran recíprocamente unos por otros; si un miembro sufre, sufren con él
todos los miembros; si un miembro es glorificado, se congratulan todos los
miembros 93.
¿Cómo ha de ser mala la carne, cuando
se amonesta a las mismas almas a que imiten la paz que guarda ella en sus
miembros? ¿Cómo ha de ser obra del enemigo, cuando las mismas almas, que rigen
los cuerpos, han de imitar a los miembros del cuerpo para no permitir
divisiones entre ellas, cuando tienen que desear tener por gracia lo que Dios
estableció en el cuerpo por naturaleza? Con razón escribía Pablo a los Romanos: os
exhorto, hermanos, por la misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos
como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios 94.
En vano diríamos que las tinieblas no son la luz, ni la luz es tiniebla, si en
estos cuerpos, procediendo de las tinieblas, presentamos un sacrificio vivo,
santo y agradable a la divina Majestad.
CAPÍTULO
XI
La Iglesia, pueblo de Dios, anhela el fin de sus
debilidades
25.
Pero dirán: ¿Dónde está la semejanza para comparar la carne con la Iglesia?
¿Acaso la Iglesia apetece contra Cristo, habiendo dicho el Apóstol: la
Iglesia está sometida a Cristo? 95 En
efecto, la Iglesia está sometida a Cristo. Por eso apetece el espíritu contra
la carne, para que la Iglesia se someta a Cristo plenamente. Solo que también
la carne apetece contra el espíritu, porque la Iglesia no ha recibido aún la
paz perfecta que se le prometió. Por eso, la Iglesia está sometida a Cristo con
garantías de convalecencia, mientras la carne apetece contra el espíritu por
debilidades de la dolencia. Miembros de la Iglesia eran esos miembros a quienes
se dijo: proceded según el espíritu y no ejecutéis las concupiscencias
de la carne. Porque la carne apetece contra el espíritu, y el espíritu contra
la carne. Y son tan opuestos que no hacéis lo que queréis 96.
Esto le decían a la Iglesia. Si no hubiera estado sometida a Cristo, no hubiese
apetecido el espíritu contra la carne mediante la continencia, ya que gracias a
eso podía abstenerse de consumar la concupiscencia de la carne. Ahora, mientras
la carne apetecía contra el espíritu, no podía lograr lo que quería, es decir,
no podía carecer de las concupiscencias carnales.
Además, ¿por qué no habíamos de
confesar que la Iglesia está sometida a Cristo en los hombres espirituales,
mientras que apetece todavía contra Cristo en los carnales? ¿Acaso no apetecían
contra Cristo aquellos a quienes se preguntaba: Se ha dividido Cristo? 97 Y
también: No pude hablaros como a espirituales, sino como a carnales.
Como a párvulos en Cristo os di a beber leche, no comida, porque no podíais
soportarla, ni aun ahora podéis, porque aún sois carnales. ¿Es que no sois
carnales habiendo entre vosotros celos y disensiones? 98 ¿Contra
quién apetecen los celos y las disensiones sino contra Cristo? Estas
concupiscencias carnales, Cristo en los suyos las sana, pero en nadie las ama.
Por eso, mientras haya en la Iglesia miembros tales, ella es santa, pero no
está aún sin mancha ni arruga.
Tengamos en cuenta, además, aquellos
pecados por los que cada día clama toda la Iglesia: perdona nuestras
ofensas 99.
Ni siquiera los espirituales carecen de ellas. Para que no nos hagamos
ilusiones, dijo, no uno cualquiera de los carnales, ni cualquiera de los
espirituales, sino aquel que sobre el pecho de Cristo descansó y a quien con
preferencia a todos Él amó 100: si
decimos que carecemos de pecado, nos engañamos a nosotros mismos y no habita en
nosotros la verdad 101.
En todo pecado, más en el mayor, menos en el menor, hay una apetencia contra la
justicia. Y de Cristo está escrito: Dios le hizo para nosotros
sabiduría y justicia, santificación y redención 102.
Luego en todo pecado se apetece contra Cristo.
Mas cuando el que cura todas nuestras
dolencias 103 haya
otorgado a su Iglesia la prometida curación de la nuestra, no habrá ni la más
pequeña mancha ni arruga en ninguno de sus miembros. Entonces no apetecerá en
modo alguno la carne contra el espíritu y el espíritu no tendrá ya motivos para
apetecer contra la carne. Entonces acabarán los lamentos y habrá suma concordia
entre ambos elementos. Desaparecerá lo carnal, hasta el punto de que la misma
carne se denominará espiritual. Esto que ahora ejecuta con su carne todo el que
vive según Cristo, apeteciendo contra las malas apetencias de ella,
conteniéndola para sanarla, pues no la tiene sana, nutriendo y vigorizando, sin
embargo, su naturaleza buena, ya que nadie tuvo jamás odio a su
carne 104,
todo eso lo ejecuta Cristo con la Iglesia, en cuanto cabe comparar las cosas
pequeñas con las grandes. La contiene con sus sanciones para que no se extravíe
engreída con la impunidad; la reanima con sus consolaciones para que no sucumba
abrumada por su debilidad. Por eso dice el Apóstol: Si nos examinamos
nosotros mismos, no nos aplicaríamos el juicio; y si nos juzga el Señor es que
nos escarmienta para no condenarnos con este mundo 105;
y el salmo dice: según la muchedumbre de dolores de mi corazón, tus
consolaciones alegraron mi alma 106.
Cuando la Iglesia de Cristo retenga sin temor la seguridad inalterable,
entonces hay que esperar para nuestra carne sin oposición la salud
inquebrantable.
CAPÍTULO
XII
Falsa continencia de maniqueos y herejes
26.
Baste esta defensa de la verdadera continencia contra los maniqueos, falsos
continentes. No vayan a creer que la fatiga fructífera y gloriosa de la
continencia es tortura hostil y no castigo saludable de esta ínfima parte
nuestra, es decir, del cuerpo; cuando lo desviamos y apartamos de las ilícitas
y desordenadas complacencias. El cuerpo es extraño, sin duda, a la naturaleza
del alma, pero no es extraño a la naturaleza del hombre. No entra el cuerpo en
la composición del alma, pero el hombre consta de alma y cuerpo, y cuando Dios
nos redime, al hombre entero redime. El Salvador al hombre entero asumió,
dignándose redimir en nosotros la totalidad que Él formó. ¿Qué aprovecha a los
que se oponen a esta verdad el reprimir su liviandad? Eso suponiendo que los
maniqueos la repriman. Siendo impura su continencia, ¿qué podrán purificar con ella?
Ni siquiera hemos de llamarla continencia, ya que el pensar lo que ellos
piensan es un virus diabólico, mientras que la continencia es un don divino. No
todo el que padece algo o tolera bravamente cualesquiera desastres posee esa
virtud que llamamos paciencia y que es también un don de Dios; hay quien
soporta interminables torturas para no denunciarse a sí mismo o a sus cómplices
en el crimen; otros, para satisfacer fogosas concupiscencias, para obtener o no
perder aquellos objetos a los que están encadenados con el lazo de un ruin
amor; otros, por múltiples y fatídicos errores en los que viven aprisionados.
Líbrenos Dios que estos tales tengan una paciencia auténtica. Pues del mismo
modo, no todo el que se contiene, aunque contenga ferozmente las concupiscencias
de la carne y del alma, posee esa continencia de cuya utilidad y belleza vengo
hablando. Puede parecer paradójico, pero es cierto; hay quienes se contienen
por incontinencia. Pongo por ejemplo una mujer que se contiene del comercio
carnal con su marido porque se lo tiene jurado al adúltero. Otros se contienen
por injusticia. Pongo por ejemplo la mujer que niega el débito conyugal a su
marido porque ella puede prescindir con facilidad de ese apetito del cuerpo; y
digo lo mismo del varón. Asimismo, hay quienes se contienen seducidos por una
fe falsa, porque esperan y pretenden vanidades: ahí tenemos a los herejes y a
todos los que bajo el nombre de religión son burlados por alguna aberración. Su
continencia sería verdadera cuando fuese verdadera su fe. Pero es el caso que
no puede ni denominarse fe la que es falsa; por tanto, su continencia es
indigna de tal nombre. ¿O es que vamos a identificar el pecado con la
continencia, de la que dijimos con verdad que es un don de Dios? Lejos de
nuestro corazón tan detestable locura. Y, sin embargo, dice el bienaventurado
Apóstol: todo lo que no brota de la fe es pecado 107.
No hemos, pues, de llamarla continencia cuando carece de la fe.
La continencia conyugal, moderadora de la
concupiscencia
27.
No faltan quienes sirven descaradamente a los espíritus malignos. Se abstienen
de ciertos placeres corporales para satisfacer, valiéndose de los espíritus,
otras apetencias nefandas, cuyo impulso y ardor no reprimen. Voy a sugerir
algo, aunque callaré lo demás por no alargar la exposición. Hay quienes no
tocan a sus mujeres propias porque, simulando purificarse mediante artes
mágicas, pretenden alcanzar mujeres ajenas. ¡Oh admirable continencia, o mejor,
oh perversidad y torpeza singular! Si fuese verdadera la continencia, mejor
haría apartándose del adulterio que del deber conyugal para cometer el
adulterio. La continencia conyugal suele dar alguna satisfacción a la
concupiscencia carnal, pero puede frenarla y limitarla de modo que no se dé, ni
aun dentro del matrimonio, una inmoderada licencia. Se guarda la moderación que
conviene a la fragilidad del cónyuge, ya que el Apóstol lo permite, aunque no
lo exige 108,
o bien la que conviene a la procreación de los hijos, causa única de la unión
carnal permitida a los antiguos patriarcas. La continencia modera, pues, y
limita, en cierto modo, en los cónyuges la concupiscencia, ordenando, dentro de
un cierto reglamento, su inquieto y desordenado movimiento. Cuando eso hace,
utiliza bien el mal del hombre para hacer buena y perfecta a la persona.
También Dios utiliza a los malos por razón de los buenos, a quienes
perfecciona.
CAPÍTULO
XIII
Ámbito de continencia en cuerpo y espíritu
28.
De la continencia dice la Escritura: pertenece a la sabiduría conocer
cúyo es este don 109.
Pero no digamos que la poseen los que al contenerse rinden pleitesía al error o
dominan algunos apetitos menguados para satisfacer otros por cuya violencia se
sienten dominados. La continencia verdadera que viene de lo alto no trata de
sojuzgar unos con otros males, sino de curar males con bienes. Podemos resumir
así su actividad: la función de la continencia es procurar reprimir y sanar los
gozos de la concupiscencia cuando se oponen al deleite de la sabiduría. Por lo
tanto, reducen su misión con exceso los que le reservan únicamente las
apetencias corporales. Mucho mejor definen la continencia los que, no
mencionando el cuerpo, le asignan en general el gobierno de la concupiscencia o
libido. Porque este vicio de la concupiscencia no es de solo el cuerpo, sino
también del alma. Descubrimos la concupiscencia corporal en la fornicación y en
la embriaguez; pero ¿acaso son placeres carnales, y no más bien movimientos y
perturbaciones espirituales las enemistades, riñas, celos y animosidades? 110
El Apóstol llamó obras de la carne a
todos estos vicios, ya pertenezcan propiamente al alma, ya a la carne, porque
dio el nombre de carne al hombre entero. Aquí se oponen las obras del hombre a
las de Dios. Porque el hombre que las ejecuta y cuando las ejecuta vive según
él mismo y no según Dios. Es que hay otras obras del hombre que más bien
merecen el nombre de obras de Dios. Así dijo el Apóstol: porque Dios es
quien obra en vosotros el querer y el obrar según la buena voluntad 111.
Y también: cuantos se dejan llevar del espíritu de Dios, son hijos de
Dios 112.
Continencia necesaria de los renacidos en Cristo
29.
Cuando el espíritu del hombre se une al de Dios, apetece contra la carne, es
decir, contra sí mismo. Pero apetece también en favor de sí mismo, ya que esos
movimientos carnales o espirituales, que son según el hombre y no son según
Dios, y que subsisten por la contraída dolencia, son reprimidos para conseguir
la salud por la continencia. Así el hombre que no vive según el hombre puede
repetir: vivo, pero no yo, sino que Cristo vive en mí 113.
Donde no vivo, allí vivo más feliz. Y así, cuando surge el movimiento réprobo
según el hombre, el que resiste, porque sirve con su pensamiento a la ley de
Dios, puede decir: ya no lo produzco yo 114.
A estos tales se dirigen aquellas palabras que nosotros debemos escuchar como
compañeros y partícipes: si habéis resucitado con Cristo, buscad las
cosas de arriba, en donde está Cristo sentado a la diestra de Dios; gustad las
cosas de arriba, no las de la tierra. Porque muertos estáis y vuestra vida está
oculta con Cristo en Dios. Cuando apareciere Cristo, vida vuestra, entonces
también vosotros apareceréis con Él en la gloria 115.
Entendamos a quienes se dirige, escuchemos con mayor atención. ¿Habrá cosa más
diáfana y segura? Se dirige, sin duda, a los que habían resucitado con Cristo,
no aún en la carne, pero sí en la mente. Los llamó muertos, y por eso mismo más
vivos, pues dice: vuestra vida está oculta con Cristo en Dios. De
tales muertos procedía aquella voz: vivo, pero no yo, sino que Cristo
vive en mí. Su vida estaba oculta en Dios, y se les amonestó para que
mortificasen sus miembros, que estaban sobre la tierra. Por eso sigue:
mortificad vuestros miembros terrenales. Y para que nadie demasiado torpe
creyera que tienen que mortificar estos miembros visibles del cuerpo, aclaró a
continuación: la fornicación, impureza, pasión, concupiscencia mala y
avaricia, que es una especie de idolatría 116.
¿Acaso hemos de pensar que esos tales, que ya estaban muertos, cuya vida estaba
oculta con Cristo en Dios, fornicaban aún, vivían aún en obras y costumbres
inmundas, servían aún a las perturbaciones de la mala concupiscencia y de la
avaricia? Tan solo un loco puede atribuirles tales vicios. Pues ¿qué es lo que
han de mortificar con esa actividad de la continencia sino los movimientos
mismos que viven cuando nos solicitan, aunque el consentimiento mental no lo
demos, aunque con el cuerpo nada ejecutemos? ¿Y cuándo los mortificamos por
obra de la continencia? Cuando rehusamos ese consentimiento mental, cuando no
les ofrecemos como instrumento el órgano corporal. Y esto hemos de procurar con
mayor celo de la continencia; cuando nos apartamos para que no se deleite en el
pecado nuestro pensamiento y lo empleamos con mayor deleite en algún espiritual
entretenimiento, aunque nos resintamos del toque y solicitación del movimiento
malo. Para eso los menciona el Apóstol en sus escritos, para que no habitemos
en ellos, sino que huyamos de ellos. Y ello se logra si escuchamos con eficacia
lo que Dios nos intima por su Apóstol: buscad las cosas de arriba,
donde está Cristo sentado a la diestra de Dios; buscad las cosas de arriba, no
las de la tierra 117.
CAPÍTULO
XIV
Las obras de continencia, refrendo de la fe
verdadera
30.
Después de citar esos vicios, dice [Pablo] a continuación: por ellos
viene la ira de Dios sobre los hijos de la infidelidad 118.
Infunde un temor saludable para que los fieles no piensen que pueden salvarse
por sola su fe aunque vivan dentro de los vivos. El apóstol Santiago clama
contra ese modo de sentir, y abiertamente reclama: Si alguien dice que
tiene fe y no tiene obras, ¿acaso la fe podrá salvarle? 119 Por
esa razón dice aquí el Doctor de las gentes que la ira de Dios viene sobre la
ira de la infidelidad por causa de los vicios. Al añadir: así
procedíais también vosotros mientras vivíais de ese modo 120,
indica con harta claridad que ya no vivían en tales vicios. En efecto, estaban
muertos, y su vida estaba oculta con Cristo en Dios. Ya no vivían en ellos, y
se les manda que los mortifiquen. No vivían en ellos los vicios, pero vivían en
ellos los movimientos de los vicios, como antes mostré. Y denomina miembros a
esos vicios que habitaban en sus miembros. Es usual el nombrar el contenido por
el continente, y así se dice: "Toda la plaza habla de eso", es decir,
la gente que está en la plaza. Por ese modo de hablar canta el salmo: que
te adore toda la tierra 121,
es decir, todos lo que están en la tierra.
El cristiano no exento de la ley de continencia
31.
Dice Pablo: renunciad ahora también vosotros a todos [los vicios] 122.
Y menciona muchos de tales vicios. Pero ¿por qué no le basta decir: renunciad
a todos ellos, sino que añade: también vosotros? Para que no
pensaran que podían tener los vicios y vivir impunemente en ellos, imaginando
que su fe había de librarlos de la ira, ya que esa ira viene sobre los hijos de
la infidelidad cuando tienen esos vicios y sin fe en ellos viven. Dijo pues: renunciad
también vosotros a esos vicios, por los que viene la ira de Dios sobre los
hijos de la infidelidad, y no os prometáis la impunidad de los mismos por
ningún mérito de vuestra fe. Ya habían renunciado a tales vicios en cuanto que
ni daban su consentimiento ni ofrecían sus miembros como instrumento de pecado.
Y, sin embargo, les intima:renunciad. Es que la vida de los cristianos,
mientras somos mortales, así es y en esa actividad se emplea. Mientras el
espíritu apetece contra la carne, toda la preocupación se encamina a la tarea
de resistir a los deleites pecaminosos, las concupiscencias torpes, los
movimientos carnales y bajos con la hermosura de la justicia, con el amor de la
castidad, con la fortaleza espiritual y con los atractivos de la continencia. Así
renuncian a los vicios los que están muertos a ellos, los que no viven en
ellos, porque no prestan su consentimiento. Así renuncian, repito, mientras los
reprimen sin cesar, para que no resuciten, con una perseverante continencia. En
cuanto alguien se sienta seguro y cese en la renuncia con optimismo prematuro,
los vicios asaltarán la fortaleza de la mente y arrojarán de la fortaleza a la
continencia. La reducirán a servidumbre y la mantendrán en desordenado
cautiverio. Entonces reinará el pecado en el cuerpo mortal del pecador, porque
éste se someterá al deseo del vencedor y entregará sus miembros al pecado como
instrumentos de iniquidad 123,
y lo nuevo será peor que lo viejo 124.
En efecto, más tolerable es no comenzar el certamen represivo que abandonarlo
para convertir al luchador y aun al vencedor en cautivo. Por eso no dice el
Señor: el que comenzare, sino: el que perseverare hasta el fin, será
salvo 125.
Exhortación conclusiva a la humildad
32.
Pero demos gloria a quien nos regala la continencia, tanto cuando luchamos con
bravura para no ser derrotados en la jornada como cuando vencemos con una
facilidad agradable e inesperada. Recordemos a cierto justo que dijo en su
optimismo: no seré derrocado jamás 126.
Se le demostró cuán temerario era atribuir a su desvelo la seguridad que le
venía del cielo. Por él mismo lo sabemos, pues a continuación nos confesó: Señor,
en tu voluntad fortaleciste mi belleza. Pero apartaste tu rostro y perdí la
cabeza 127.
Le abandonó un tanto por su providencia el que le inspiraba para que por su
soberbia perniciosa no abandonase él a quien le gobernaba. Acá peleamos con
nuestros vicios para sojuzgar y menoscabar su hueste. Allá, al fin de todo,
careceremos de enemigo, porque no vendrá con nosotros ninguna peste. Y acá y
allá esto pretende de nosotros el Salvador:quien se gloríe, gloríese en el
Señor 128.
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