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martes, 25 de junio de 2013

La santa virginidad

LA SANTA VIRGINIDAD
Traductor: Pío de Luis, OSA

CAPÍTULO I

Prólogo

1. Hace poco di a la luz pública una obra titulada La bondad del matrimonio. Como en ésta, también en ella aconsejé y exhorté a los hombres y mujeres que han abrazado la virginidad por Cristo a no despreciar, comparándolos con la excelencia del don mayor que ellos han recibido de Dios, a quienes en el pueblo de Dios han optado por la paternidad y maternidad. Y, a fin de que no se enorgullezcan en su condición de acebuche injertado, tampoco han de despreciar a aquellos a los que el Apóstol encarece porque son el olivo 1. Dado que ellos servían a Cristo, (entonces) aún futuro, también mediante la procreación de hijos, no los han de considerar inferiores en mérito porque, conforme al derecho divino, la continencia se anteponga al matrimonio y la virginidad consagrada a la vida conyugal. En ellos, en efecto, se preparaban y alumbraban realidades futuras que ahora vemos cumplirse de forma maravillosa y eficaz. De tales realidades fue anuncio profético incluso su vida conyugal. Tal es la razón por la que, no en conformidad con los acostumbrados deseos y gozos humanos, sino según un muy arcano plan de Dios, en algunos de ellos fue digna de ser honrada la fecundidad y en otros hasta mereció volverse fecunda su esterilidad. Por otra parte, a quienes en el tiempo presente se dijo: Si no pueden guardar la continencia, cásense 2, se les ha de consolar más que exhortar. En cambio, a quienes se dijo: Quien pueda abrazarla, que la abrace 3, hay que exhortarles a que no tengan miedo e infundirles temor para que no se enorgullezcan. Así pues, no sólo hay que ensalzar la virginidad para estimular el amor a ella; también hay que ponerla sobre aviso para que no se envanezca.
CAPÍTULO II
La Iglesia, virgen y madre como María
2. Lo uno y lo otro me he propuesto hacer en este tratado. Que me ayude Cristo, hijo de virgen y esposo de vírgenes, nacido físicamente de seno virginal y unido espiritualmente en desposorio virginal. Si, según palabras del Apóstol 4, también la Iglesia es, en su totalidad, virgen desposada con un único varón, Cristo, ¡de cuánto honor son dignos aquellos miembros suyos que guardan hasta en la carne lo que guarda en la fe toda ella, imitando a la madre de su esposo y señor! En efecto, también la Iglesia es virgen y madre. Pues, si no es virgen, ¿de quién es la integridad por la que miramos? O, si no es madre, ¿de quién son hijos aquellos a los que hablamos? María dio a luz corporalmente a la cabeza de este cuerpo, la Iglesia da a luz espiritualmente a los miembros de esa cabeza. En ninguna de las dos la virginidad impide la fecundidad; ni en una ni en otra la fecundidad aja la virginidad. Por tanto, considerando que la Iglesia entera es santa en el cuerpo y en el espíritu, pero no toda ella es virgen en el cuerpo, aunque sí en el espíritu, ¡cuánto más santa será en aquellos miembros en que es virgen en el cuerpo y en el espíritu!
CAPÍTULO III
Dos tipos de parentesco
3. Consta en el evangelio que, cuando anunciaron a Jesús que su madre y hermanos, es decir, sus parientes de sangre, le esperaban fuera porque no podían acercarse a él a causa de la muchedumbre, él replicó: ¿Quién es mi madre o quiénes son mis hermanos? Extendiendo la mano sobre sus discípulos, dijo: Estos son mis hermanos; y todo el que cumple la voluntad de mi padre es mi hermano, madre y hermana 5. Con estas palabras nos enseña a anteponer nuestro parentesco espiritual al carnal. Nos enseña, además, que los hombres no hallan su felicidad en estar emparentados mediante lazos de consanguinidad con justos y santos, sino en adherirse, mediante la obediencia e imitación, a la enseñanza y modo de vida de Jesús. Así pues, María fue más dichosa por aceptar la fe en Cristo que por concebir la humanidad de Cristo. En efecto, a alguien que gritó:Bienaventurado el seno que te llevó, él replicó: Bienaventurados más bien los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen 6. Por último, ¿qué provecho obtuvieron del parentesco sus hermanos, esto es, sus parientes de sangre, que rehusaron creer en él? De idéntica manera, de ningún provecho le hubiese sido a María su condición de Madre si no se hubiese sentido más feliz por llevar a Cristo en su corazón que por llevarlo en su cuerpo.
CAPÍTULO IV
La virginidad de María, una opción libre por amor
4. Una circunstancia hace más grata y apreciable esta misma virginidad de María: una vez concebido, Cristo podía sustraer a su madre al varón que pudiera ajar su virginidad que él quería que conservara; pero, ya antes de su concepción, prefirió nacer de esa virginidad que ella había consagrado a Dios. Es lo que indican las palabras con que María replicó al ángel que le anunciaba que estaba encinta: ¿Cómo -dice- acontecerá eso, si no conozco varón 7? Palabras que ciertamente no hubiera pronunciado si no hubiese consagrado con anterioridad su virginidad a Dios. Pero como los usos judíos aún rechazaban esa práctica, fue desposada con un varón justo, quien, más que arrebatársela por la fuerza, había de proteger contra los violentos la virginidad que ella ya había prometido con voto. Supongamos que solo hubiese dicho: ¿cómo acontecerá eso?, sin añadir: pues no conozco varón. Ciertamente no hubiese preguntado cómo una mujer iba a dar a luz al hijo que se le prometía si se hubiese casado pensando en mantener relaciones sexuales. Cabía también la posibilidad de que se ordenara permanecer virgen a la mujer en la que el Hijo de Dios, mediante el milagro adecuado, iba a recibir la condición servil. Mas, como iba a constituirse en ejemplo para las santas vírgenes, a fin de evitar que alguien juzgase que solo debía ser virgen la mujer que mereciese concebir un hijo incluso sin trato carnal, consagró a Dios su virginidad aun antes de saber a quién iba a concebir. De esta manera hizo realidad en su cuerpo mortal y terreno una reproducción de la vida celeste por decisión personal, no por imposición de otro; porque el amor la llevó a esa opción, no porque su condición de esclava la obligase a ello. Así, al nacer de una virgen que ya había determinado permanecer tal antes de saber quién iba a nacer de ella, Cristo prefirió aprobar, antes que imponer, la santa virginidad. Y de ese modo quiso que la virginidad fuese libre hasta en la mujer de la que tomó la condición de siervo.
CAPÍTULO V
El distinto parentesco con Cristo
5. No tienen, pues, motivo para contristarse las vírgenes de Dios porque, al profesar la virginidad, no pueden ser madres en sentido físico. En efecto, solo la virginidad podía dar a luz decorosamente a aquel a quien nadie se le podía asemejar en el modo de nacimiento. Con todo, el parto de aquella única santa virgen es la honra de todas las santas vírgenes. También ellas son con María madres de Cristo si cumplen la voluntad de su Padre. A esto se debe la mayor loa y dicha que aporta a María el ser madre de Cristo, conforme a su declaración antes mencionada: Todo el que cumple la voluntad de mi Padre que está en los cielos ese es mi hermano y hermana y madre 8. En estos términos muestra todas las relaciones de parentesco espiritual que tiene en el pueblo que redimió: tiene por hermanos y hermanas a los varones santos y a las mujeres santas porque participan con él de la herencia celeste. Madre suya es la Iglesia entera, puesto que, por gracia de Dios, ella es la que evidentemente alumbra a sus miembros, esto es, a los que creen en él. Asimismo, toda alma piadosa que hace la voluntad del Padre es, gracias a la fecundísima caridad, madre suya en aquellos a los que con dolor va dando a luz hasta que Cristo sea formado en ellos 9. Por consiguiente, María físicamente es solo madre de Cristo, pero, al cumplir la voluntad del Padre, espiritualmente es, a la vez, hermana y madre.
CAPÍTULO VI
María y la Iglesia
6. Solo esa única mujer es madre y virgen a la vez no solo espiritual, sino también físicamente. Espiritualmente no es madre de nuestra cabeza, el Salvador en persona, de quien más bien nació ella, porque a todos los que creen en él, entre quienes está también ella, se les llama con razón hijos del esposo 10; pero sí es madre de los miembros de Cristo, nosotros mismos, porque con su caridad cooperó a que naciesen en la Iglesia los fieles que son los miembros de aquella cabeza. Físicamente, en cambio, es madre de la cabeza misma. Convenía, pues, que nuestra cabeza, por un extraordinario milagro, naciese de una mujer físicamente virgen, para significar que sus miembros habían de nacer espiritualmente de la Iglesia virgen. Así pues, solo María fue espiritual y físicamente madre y virgen: madre de Cristo y virgen de Cristo. En cambio, la Iglesia es, en cuanto al espíritu, plenamente madre de Cristo, plenamente virgen de Cristo en los santos que han de poseer el reino de Dios. En cuanto al cuerpo, sin embargo, no lo es en su totalidad, sino que en unos es virgen de Cristo y en otros es madre, pero no de Cristo. Y, puesto que cumplen la voluntad del Padre, en cuanto al espíritu son también madres de Cristo las mujeres bautizadas, tanto las casadas como las vírgenes consagradas a Dios, en virtud de sus santas costumbres, de la caridad que brota de un corazón puro, de una conciencia recta y de una fe no fingida 11. En cambio, las que en la vida conyugal dan a luz físicamente, no dan a luz a Cristo, sino a Adán. Y como conocen qué es lo que han alumbrado, se apresuran a convertir en miembros de Cristo a sus hijos, haciéndoles partícipes de los sacramentos.
CAPÍTULO VII
El matrimonio y la virginidad no son equiparables
7. He dicho esto para evitar que la fecundidad conyugal se atreva a rivalizar con la integridad virginal y, con referencia a María, decir a las vírgenes consagradas: "Ella tuvo en su cuerpo dos cosas honorables: la virginidad y la fecundidad, puesto que conservó su integridad y dio a luz. Pero como ni vosotras ni nosotras hemos podido tener tal dicha en su plenitud, nos la hemos repartido, de modo que vosotras sois vírgenes y nosotras madres. Que la virginidad que conserváis os consuele de la falta de hijos y que la ganancia que ellos significan nos compense a nosotras la integridad perdida".
Esas palabras de las esposas cristianas a las vírgenes consagradas se podrían tolerar en cierto modo si, al dar a luz físicamente, los hijos naciesen ya cristianos. En este caso, dejando de lado su virginidad, la fecundidad carnal de María solo aventajaría a la de las mujeres santas en el hecho de que ella procreó a la cabeza de estos miembros; ellas, en cambio, a los miembros de esa cabeza. Pero, aunque quienes así rivalizan se casen y se unan a sus maridos con el único objetivo de tener hijos y, respecto de ellos, no piensen más que en lograrlos para Cristo y lo hagan lo más pronto que les sea posible, lo cierto es que de su carne no nacen cristianos. Cristianos se hacen después, cuando los alumbra la Iglesia en su condición de madre espiritual de los miembros de Cristo, de quien es, espiritualmente también, virgen. Parto santo al que cooperan asimismo las madres que no dieron a luz en el cuerpo a sus hijos ya cristianos, para que lleguen a ser lo que saben que no pudieron dar a luz físicamente. Cooperan, sin embargo, mediante lo que las hace a ellas también vírgenes y madres de Cristo, esto es, la fe que obra por la caridad 12.
CAPÍTULO VIII
Qué otorga valor a la virginidad
8. No hay, pues, fecundidad física alguna que pueda compararse con la virginidad también física. Tampoco ésta es objeto de honra por ser virginidad, sino por estar consagrada a Dios. Aunque se practique en la carne, la guarda la piedad y devoción del espíritu. Por este motivo es espiritual incluso la virginidad física que promete y guarda la continencia por motivos de piedad. Como nadie hace un uso impuro de su cuerpo si el espíritu no ha concebido antes la maldad, así tampoco nadie guarda la pureza en su cuerpo si no ha albergado antes en su espíritu la castidad. Aunque la pureza conyugal se practica en la carne, no se le atribuye a la carne, sino al espíritu, pues, presidiendo y gobernando él, la carne misma no se une a nadie que no sea el propio cónyuge. Si esto es así, ¡cuánto más y con cuánta mayor honra no habrá que computar entre los bienes del espíritu aquella continencia por la que se ofrece, consagra y conserva la integridad de la carne al creador del espíritu y de la carne!
CAPÍTULO IX
La fecundidad física de la esposa
no compensa la virginidad perdida
9. Las mujeres que en el momento presente no buscan en el matrimonio otra cosa que hijos para hacerlos siervos de Cristo, no deben pensar que la fecundidad física es compensación suficiente por la virginidad perdida. En los tiempos antiguos -es cierto-, cuando aún había de venir en la carne, Cristo tuvo necesidad de una estirpe carnal en determinado pueblo grande y profético. Pero ahora, cuando ya es posible congregar miembros de Cristo de toda raza humana y de todos los pueblos para constituir el pueblo de Dios y la ciudad del reino de los cielos, el que pueda abrazar la virginidad consagrada, que la abrace 13, y cásese solo la que no puede vivir en continencia 14. ¿No es así? Imaginad que una mujer rica asignara una elevada cantidad de dinero a la buena obra de rescatar esclavos de diversos países para hacerlos cristianos. ¿No procurará engendrar miembros de Cristo en mayor número del que le permite la fecundidad de su seno, sea la que sea? Y, con todo, ni aun así osará comparar su dinero con el don de la virginidad consagrada. Pero si la fecundidad de la carne, unida al propósito de hacer cristianos a los hijos que nazcan, compensase adecuadamente por la pérdida de la virginidad, sería negocio más fructífero vender la virginidad a buen precio y con ella comprar, para hacerlos cristianos, muchos más niños de los que pueden nacer del seno de una mujer, por grande que sea su fecundidad.
CAPÍTULO X
Aunque del matrimonio nazcan vírgenes...
Esa propuesta es sumamente necia. Por tanto, posean las esposas cristianas el bien que les es propio -sobre el que escribí en otro libro cuanto me pareció procedente- y, según su habitual y rectísimo proceder, honren aún más el bien superior de las vírgenes consagradas, de que me ocupo en la presente obra.
10. Tampoco deben los cónyuges compararse en méritos a los continentes por el hecho de que las vírgenes nazcan de ellos. Pues eso no es un bien del matrimonio, sino de la naturaleza. Naturaleza que Dios ordenó de tal modo que, de cualquier unión de hombre y mujer, tanto si es conforme al orden y a la honestidad como si es torpe e ilícita, toda mujer nace virgen, pero ninguna nace virgen consagrada. Tan es así que hasta de un estupro nace una virgen, pero una virgen consagrada no nace ni siquiera del matrimonio.
CAPÍTULO XI
Lo que da valor a la virginidad no es fruto del matrimonio
11. Lo que nosotros celebramos en las vírgenes no es tampoco el que sean vírgenes sin más, sino el que sean vírgenes consagradas a Dios a través de una continencia que nace de la piedad. Pues -y no creo pecar de temerario- me parece más dichosa la mujer casada que la soltera que piensa casarse, pues aquélla posee ya lo que ésta todavía desea, sobre todo si aún no está siquiera prometida a nadie. La casada se preocupa de agradar al único varón al que ha sido entregada; la soltera se esfuerza por agradar a muchos, al no saber a quién será dada como esposa. El hecho de no buscar entre esos muchos hombres un adúltero sino un marido es lo que salvaguarda ante la muchedumbre la pureza de su pensamiento.
Hay un tipo de virgen que justamente hay que anteponer a la mujer casada. Es aquella que no se exhibe ante la multitud de hombres buscando entre ellos uno que la ame, ni se acicala para él una vez que lo ha hallado, poniendo su mente en cosas mundanas, esto es, en cómo agradar al marido 15; es aquella que de tal manera se ha enamorado del más bello de los hijos de los hombres 16 que, al no poder concebirlo en su carne como María, tras haberlo concebido en su corazón, le reservó la integridad de su cuerpo.
CAPÍTULO XII
La Iglesia, madre de las vírgenes
Esta clase de vírgenes no es fruto de ninguna fecundidad física, ni es descendencia de la carne y de la sangre. Si se busca a su madre, es la Iglesia. Solo engendra vírgenes consagradas la Virgen consagrada que ha sido desposada al único varón para ser presentada inmaculada a Cristo 17. De ella, que no es enteramente virgen en el cuerpo, pero sí en el espíritu, nacen las vírgenes santas en el cuerpo y en el espíritu.
Comparación entre el bien del matrimonio
y el de la virginidad
12. Posean los cónyuges su bien específico. Un bien que no consiste simplemente en procrear hijos, sino en procrearlos honesta, legítima y castamente y en conformidad con el ordenamiento social, y en darles, una vez procreados, una educación unitaria, mirando por su salvación y sin desistir nunca de dicha tarea en guardar la fidelidad del lecho, y en no violar el sacramento del matrimonio.
CAPÍTULO XIII
Virginidad y escatología
Con todo, cuanto he indicado son tareas que se quedan en el ámbito de lo humano; en cambio, la integridad virginal y el abstenerse de todo trato carnal, fruto de la continencia que nace de la piedad, es participación en la vida angélica y anticipo en la carne corruptible de la incorrupción perpetua. Ceda ante esta virginidad toda fecundidad física, toda pureza conyugal; aquélla no está en poder del hombre, ésta no se encuentra en la vida eterna; el libre albedrío no tiene en su poder la fecundidad carnal, en el cielo no hay pureza conyugal. Efectivamente, todos los que, estando aún en la carne, posean ya algo que no es propio de ella, dispondrán, en la inmortalidad participada por todos, de algo extraordinario de que carecerán los demás.
13. Por ello caen en una extraña necedad quienes juzgan que el bien vinculado a esta continencia resulta necesario no en atención al reino de los cielos, sino a la vida presente, dado que los matrimonios sufren las tensiones de las muchas y angustiosas preocupaciones terrenas de que carecen quienes viven en virginidad y continencia. ¡Como si la única razón que hace preferible no casarse fuera el liberarse de las angustias del tiempo presente y no su utilidad para la vida futura! Para que no aparezca que esta vana afirmación es fruto de la vacuidad de su propio corazón, aducen un testimonio del Apóstol. Se trata del pasaje donde dice: A propósito de las vírgenes no dispongo de precepto del Señor; no obstante, doy un consejo como persona que ha recibido de Dios la misericordia de ser fiable. Estimo que esto es un bien en atención a los agobios del tiempo presente, pues es un bien para el hombre permanecer así 18.
He aquí -sostienen- el texto en que el Apóstol declara que es un bien en atención a la necesidad presente, no con miras a la eternidad futura. ¡Como si el Apóstol juzgase sobre la necesidad presente sin mirar por el futuro y sin tenerlo en cuenta! Toda su actuación es una llamada a la vida eterna.
CAPÍTULO XIV
Los agobios que sufren los casados
14. Así pues, hay que evitar los agobios del tiempo presente que conllevan algún tipo de impedimento para conseguir los bienes futuros. Es el agobio que obliga a los cónyuges a pensar en las cosas del mundo: al varón en cómo agradar a la mujer o a la mujer en cómo agradar al marido. No se trata de que estas cosas aparten del reino de los cielos como hacen los pecados que, por esa misma razón, se ordena -no se aconseja- evitarlos, puesto que es merecedor de condena no obedecer lo que manda el Señor. Pero lo que en el mismo reino de Dios se podría obtener en mayor plenitud si se pensase más en cómo agradar a Dios, se poseerá en menor grado si se piensa menos en ello a causa de los agobios inherentes al matrimonio. Por esa razón dijo: A propósito de las vírgenes no tengo precepto del Señor 19. En efecto, quien desobedece un precepto se convierte en reo y se hace acreedor a un castigo. Por tanto, como no es pecado ni que se case el varón ni que se case la mujer, no hay precepto alguno del Señor a propósito de las vírgenes. Si fuese pecado, algún precepto lo prohibiría.
Para entrar en la vida eterna es preciso haber evitado los pecados o haber recibido el perdón de ellos. En ella existe cierta gloria excepcional que no se ha de otorgar a todos los que han de vivir allí por siempre, sino solo a algunos. Para conseguirla no basta con hallarse libre de pecado, si no se ofrece en voto al libertador algo que no ofrecerlo no sea pecado y que el ofrecerlo y cumplirlo reporte alabanza. Es la razón por la que dijo: Doy un consejo como persona que ha recibido de Dios la misericordia de ser fiable 20. Y no debo escatimar este consejo, puesto que no soy fiable por mis méritos, sino por la misericordia de Dios. Estimo, pues, que esto es un bien en atención a los agobios del tiempo presente 21. Esto -dijo- a propósito de lo cual no tengo precepto del Señor, pero sobre lo que doy un consejo, o sea, el tema de la virginidad, juzgo que es un bien en atención a los agobios del momento presente. Sé a qué obligan esos agobios a que están sometidos los cónyuges, hasta el punto que piensan en las cosas de Dios menos de lo requerido para conseguir aquella gloria que no alcanzarán todos aunque se hallen en la vida y salvación eterna: Una estrella difiere de otra en gloria. Así acontecerá también en la resurrección de los muertos 22. Por tanto, es un bien para el hombre permanecer así 23.
CAPÍTULO XV
La virginidad es un consejo, no un precepto
15. Luego el mismo Apóstol añade lo siguiente: ¿Estás unido a una mujer? No busques la separación. ¿Estás libre de mujer? No busques mujer 24. La primera de estas hipótesis está regulada por un precepto contra el cual no está permitido obrar. En efecto, no es lícito despedir a la mujer, a no ser que medie motivo de fornicación, como dice el Señor mismo en el evangelio 25. En cambio, al decir:¿Estás desligado de mujer? No busques mujer, da un consejo, no un precepto. Esto es, está permitido buscarla, pero es mejor no hacerlo. Por último, añadió acto seguido: Pero si te has casado, no has pecado; y, si una joven virgen se casa, tampoco peca 26. Cuando antes dijo: ¿Estás unido a una mujer? No busques la separación, ¿acaso añadió: "Y si te separas, no pecas"? Ya antes había dicho: Mas a los casados les ordeno, no yo, sino el Señor, que la mujer no se separe del marido; o, en caso de separarse, que no vuelva a casarse o que se reconcilie con su marido 27. En efecto, puede darse el caso de que una mujer se separe por culpa del marido, no suya propiamente. Luego continúa: Tampoco el marido despida a la mujer. Aunque presentó esas palabras como provenientes de un precepto del Señor, tampoco allí añadió: Y si la despide, no peca. Se trata efectivamente de un precepto, desobedecer al cual es pecado; no de un consejo que, si no lo sigues, no obras mal, aunque será inferior el bien que consigas. Por esa razón, como no ordenaba evitar una acción mala, sino que pretendía que se obrase de modo mejor, tras haber dicho: ¿Estás desligado de mujer? No busques mujer, añadió de inmediato: Si te has casado, no has pecado; y si una joven se casa, tampoco peca 28.
CAPÍTULO XVI
La tribulación de la carne
16. El Apóstol añadió: Sufrirán, no obstante, la tribulación de la carne; con todo, yo soy indulgente con vosotros 29. Al exhortar de este modo a la virginidad y continencia perpetua, en cierta medida apartaba también del matrimonio; discretamente por cierto, no como si se tratase de un mal o algo ilícito, sino como de algo oneroso y molesto. Pues una cosa es aceptar el desorden moral de la carne y otra padecer sus tribulaciones. Lo primero equivale a cometer un pecado, lo segundo a sufrir una molestia. Molestia que, en la mayor parte de los casos, los hombres no rehúsan, incluso al servicio de obligaciones de todo punto honestas. Mas aceptar la tribulación de la carne, que el Apóstol vaticina a quienes se casan, por aferrarse al matrimonio aun en este tiempo en que con la procreación de los hijos ya no se sirve a Cristo, que había de llegar por vía de la generación carnal, sería el colmo de la necedad. Se exceptúa el caso de los que son incapaces de vivir en continencia, de quienes se teme que, tentados por Satanás, acaben cometiendo pecados merecedores de condena eterna. Respecto a cómo interpretar su declaración de que es indulgente con aquellos de los que dice que han de padecer la tribulación de la carne, de momento no se me ocurre nada más sensato que decir esto: él no quiso revelar y explicar con palabras la tribulación de la carne que vaticinó a quienes optan por casarse, que incluye, por ejemplo, las sospechas y celos entre los esposos, el procrear y sacar adelante a los hijos, el temor y la tristeza de quedarse sin ellos. En efecto, ¿quién habrá que, atado con las cadenas conyugales, no se sienta arrastrado y agitado por esas inquietudes? Inquietudes que no debo exagerar, pues, de lo contrario, no sería indulgente con aquellos con los que el Apóstol juzgó que tenía que serlo.
CAPÍTULO XVII
La indulgencia del apóstol no implica
una condena del matrimonio
17. Aunque solo sea por lo que acabo de exponer brevemente, el lector ha debido mostrarse cauto frente a los que toman pie del pasaje: Sufrirán la tribulación de la carne, pero yo soy indulgente con vosotros, para denigrar el matrimonio. Argumentan que su condena va implícita en la frase Pero yo soy indulgente con vosotros, como si el Apóstol no hubiera querido pronunciar claramente su condena. El resultado sería que, siendo indulgente con ellos, no lo fue consigo mismo, si mintió al decir: Y si te casas, no pecas; y si una joven se casa, tampoco peca 30. Quienes creen o quieren que se crea esto de la Sagrada Escritura lo hacen para procurarse una especie de atajo seguro que les legitime el mentir o para sostener su perversa opinión, allí donde piensan diversamente de lo que exige la sana doctrina. Pues si se les presenta un texto bíblico que refute inequívocamente sus errores, tienen siempre a mano, a guisa de escudo -con el que como protegiéndose contra la verdad dejan descubiertos sus flancos para que les hiera el diablo-, el sostener que allí el autor del libro no dijo la verdad, ya para condescender con los débiles, ya para amedrentar a quienes le desprecian, según qué argumento defienda mejor su equivocado parecer. Y de este modo, a la vez que optan por defender sus opiniones antes que por corregirlas, intentan quebrar la autoridad de la Sagrada Escritura, la única contra la que se quiebran todas las cervices por altivas y duras que sean.
CAPÍTULO XVIII
El bien de la virginidad, superior al del matrimonio
18. Como consecuencia de lo dicho, amonesto a cuantos y a cuantas profesan la continencia perfecta y la sagrada virginidad a que antepongan al matrimonio, aunque sin juzgarlo un mal, el bien específico de ella. Sepan que el Apóstol dijo con toda verdad, no con engaño: Quien da en matrimonio (a una joven) obra bien y quien no la da obra mejor 31Y si te casas, no pecas; y si una joven se casa, tampoco peca. Y poco después: Con todo, será más dichosa si permanece como le aconsejo. Y para que nadie pensara que se trata de una declaración de valor simplemente humano añade:Pues pienso que también yo poseo el Espíritu de Dios 32. La enseñanza apostólica, la enseñanza auténtica y sana es esta: elegir los dones mayores, sin que resulten condenados los menores.
Mejor es la verdad de Dios presente en la Escritura divina que la virginidad, espiritual o física, de cualquier persona. Ámese la castidad, pero sin negar la verdad. Pues ¿qué mal no pueden excogitar también a propósito de su carne quienes creen que la lengua del Apóstol no se mantuvo virgen, esto es, no se libró de la corrupción de la mentira, precisamente en el pasaje en que recomendó la virginidad física? Lo primero y más importante es que quienes eligen el bien de la castidad mantengan con toda firmeza que las Sagradas Escrituras no han mentido en absoluto y que, en consecuencia, son también verdaderas estas palabras: Y si te casas, no pecas; y si una joven se casa, no peca. No piensen tampoco que mengua el gran bien de la integridad si el matrimonio no es un mal. Al contrario, la que no temió verse condenada si se casaba, sino que deseó recibir una corona más honrosa por no casarse, confíe en que por ello se le ha preparado un trofeo más glorioso. Por tanto, quienes quieran mantenerse célibes, no huyan del matrimonio como de un antro de pecado. Antes bien, trasciéndanlo cual si fuera una colina, que representa el bien menor, para reposar en el monte de la continencia, bien superior. Los que moran en esa colina están sometidos a una ley que no les permite abandonarla cuando quieran. Pues la mujer está atada mientras viva su marido 33. Sin embargo, desde esa colina, como si se tratase de un escalón, se puede ascender a la continencia en el estado de viudez. Pensando en la virginidad, hay que alejarse de esa colina, no dando consentimiento a quienes solicitan que se vaya a ella, o hay que sobrepasarla, anticipándose a posibles pretendientes.
CAPÍTULO XIX
Dos planteamiento erróneos
19. Para que nadie piense que el premio de una acción buena va a ser idéntico al de otra mejor, se hizo necesario polemizar con quienes interpretan la afirmación de Apóstol: Estimo, pues, que esto es un bien en atención a los agobios del tiempo presente 34, en el sentido de que la virginidad es útil mirando al momento actual, no pensando en el reino de los cielos. ¡Como si quienes hubiesen elegido este bien mejor no fuesen a tener más que los otros en aquella vida eterna! Cuando en el curso de la discusión llegué a las palabras del Apóstol: Sufrirán la tribulación de la carne, pero yo soy indulgente con vosotros 35, desvié mi exposición dirigiéndola contra otros litigantes que ya no equiparan el matrimonio a la continencia perpetua, sino que lo condenan sin más. Ambos planteamientos son erróneos; tanto el equiparar el matrimonio a la virginidad consagrada como el condenarlo. Poniéndose uno en el extremo opuesto del otro, ambos errores se combaten frontalmente al rehusar mantener el término medio. Ubicados en este término medio, apoyándonos en la recta razón y en la autoridad de las Sagradas Escrituras, nosotros ni hallamos que el matrimonio sea pecado ni lo equiparamos al bien de la continencia, ya la virginal, ya, incluso, la del estado de viudez.
CAPÍTULO XX
La bondad del matrimonio, avalada por la escritura
Enamorados de la virginidad, algunos juzgaron que había que detestar el matrimonio como si de un adulterio se tratase; otros, por el contrario, en su afán por defender el matrimonio, pretendieron que la excelencia de la continencia perpetua no merecía mayor recompensa que la pureza conyugal, como si el bien de Susana implicase el rebajamiento del bien de María, o como si el bien superior de María debiese llevar consigo la condena del bien de Susana.
20. ¡Lejos de mí aceptar que el Apóstol dijera: Pero yo soy indulgente con vosotros 36, refiriéndose a quienes ya están casados o piensan casarse, como eludiendo señalar qué pena está reservada a los casados en el siglo futuro! ¡Líbreme Dios de afirmar que Pablo envíe al infierno a la mujer que Daniel libró de un juicio temporal! ¡Lejos de mí sostener que el lecho matrimonial se convierta, ante el tribunal de Cristo, en merecedor de castigo para quien, por mantener su fidelidad a él, eligió correr el peligro o (incluso) morir como resultado de una calumnia! ¿De qué le hubiera valido confesar: Es preferible para mí caer en vuestras manos a pecar en la presencia de Dios 37, si Dios, en vez de salvarla por salvaguardar la pureza conyugal, fuera a condenarla por haberse casado? Y aún ahora, cuantas veces la verdad de la Sagrada Escritura defiende la castidad conyugal contra quienes calumnian y acusan al matrimonio, otras tantas defiende el Espíritu Santo a Susana de los falsos testigos y otras tantas la exculpa de la falsa acusación de pecado. En realidad, lo que está en juego es mucho más. Pues entonces se intentó poner en entredicho a una sola mujer casada, ahora a todas; entonces se procedía contra un adulterio oculto y falso, ahora contra el matrimonio público y válido. Entonces se acusó a una única mujer sobre el testimonio de unos malvados ancianos, ahora se acusa a todos los esposos y esposas suponiendo que el Apóstol quiso ocultar algo. "Silenció -dicen- vuestra condenación al afirmar: Pero yo soy indulgente con vosotros". ¿Quién dijo esto? Evidentemente quien había dicho antes: Y si te casas, no pecas; y si una joven se casa, tampoco peca 38. ¿Por qué, pues, sospecháis que bajo sus prudentes palabras se oculta la condena del matrimonio como pecaminoso? ¿Por qué no reconocéis en su claro pronunciamiento la defensa del mismo? ¿Acaso condena con su silencio a los que absolvió con sus palabras? ¿Acaso no es falta más leve acusar a Susana, no ya de haberse casado, sino incluso de haber cometido adulterio, que acusar de mentira la enseñanza del Apóstol? ¿Qué deberíamos hacer en situación tan peligrosa, si no fuese tan cierto y claro que no se debe condenar el matrimonio, como es cierto y evidente que la Sagrada Escritura no puede mentir?
CAPÍTULO XXI
Las reflexiones anteriores y la virginidad
21. Llegados aquí, replicará alguien: ¿Qué tiene que ver esto con la virginidad consagrada o la continencia perpetua cuya alabanza motivó este tratado? A ése le respondo, en primer lugar, lo que mencioné anteriormente, esto es, que la mayor gloria de aquel bien superior no deriva de que evita el matrimonio como si fuera un pecado, sino de que, por conseguirla, se sobrepasa el bien que él significa. Si, al contrario, se guardase la continencia perpetua porque contraer matrimonio fuese pecado, bastaría solo con no vituperar su bien en vez de alabarlo por encima del matrimonio. En segundo lugar, puesto que a los hombres hay que exhortarlos a conseguir don tan excelente con la autoridad de la Escritura divina, no con palabrería humana, no se debe actuar a la ligera y como de paso, no sea que alguien saque la impresión de que la divina Escritura ha mentido en algún punto. Quienes impulsan a las vírgenes consagradas a permanecer en ese estado apoyándose en que el matrimonio ha sido condenado, más que exhortarlas, las disuaden. ¿Cómo pueden confiar en que es verdad lo escrito: Quien no la da en matrimonio obra mejor, si juzgan falto de verdad lo escrito inmediatamente antes: Quien entrega a su hija, aún virgen, obra bien 39? Si, por el contrario, creen sin la menor duda lo que afirma la Escritura sobre el bien específico del matrimonio, correrían con fervorosa y confiada alegría al bien superior que poseen ellas, afianzadas por la misma autoridad, plenamente veraz, de la palabra divina.
La verdad católica, justo medio entre dos errores
Ya he dicho lo suficiente en pro de la causa asumida. Y, en cuanto he podido, he demostrado que tampoco hay que entender las palabras del Apóstol: Juzgo, sin embargo, que esto es un bien en atención a los agobios del tiempo presente 40, como si en el tiempo presente las vírgenes consagradas fueran mejores que los cónyuges bautizados, pero que en el reino de los cielos y en el siglo futuro serán iguales a ellos. He demostrado asimismo que las palabras dirigidas a quienes piensan casarse, esto es, sufrirán, sin embargo, la tribulación de la carne; pero yo soy indulgente con vosotros 41, tampoco hay que entenderlas en el sentido de que prefirió silenciar a proclamar el pecado que significa el matrimonio y la condenación que conlleva. Al no entender ninguna de estas dos afirmaciones, defendieron dos errores opuestos. Los que pretenden igualar a los casados con los célibes aducen en favor de su tesis la sentencia referente a los agobios del tiempo presente; los que osan condenar a quienes contraen matrimonio, aquella otra en que se dice: Pero yo soy indulgente con vosotros. Conforme a la enseñanza sana y fiable de las Sagradas Escrituras, nosotros afirmamos que el matrimonio no es pecado y, sin embargo, ponemos su bien específico por debajo de la continencia, ya del estado virginal, ya del estado de viudez; a la vez sostenemos que los agobios del tiempo presente, propios de los casados, no les impiden merecer la vida eterna, sino la excelsa gloria y honor reservados a la continencia perpetua. Afirmamos que en el tiempo presente el matrimonio solo es útil a quienes son incapaces de guardar la continencia y que el Apóstol ni quiso silenciar la tribulación de la carne, proveniente del afecto carnal, sin el que no puede darse el matrimonio de los incapaces de contenerse, ni quiso entrar en más detalles por condescendencia con la debilidad humana.
CAPÍTULO XXII
Virginidad por el reino de los cielos
22. Con los testimonios evidentísimos de las divinas Escrituras que la capacidad de mi memoria me permita recordar, haré ver ahora, con mayor claridad, que no hay que amar la continencia perpetua en razón de la vida en el presente, sino en atención a la futura que se nos promete en el reino de los cielos. ¿Quién hay que no lo advierta en lo que dice el mismo Apóstol poco después, esto es: El que está sin mujer piensa en las cosas del Señor, en cómo agradar al Señor; en cambio, quien está unido en matrimonio piensa en las cosas del mundo, en cómo agradar a la mujer. Distinta es también la situación de la mujer soltera y virgen. Ésta se preocupa de las cosas del Señor, para ser santa e inmaculada en el cuerpo y en el espíritu; la casada, en cambio, está ocupada en las cosas del mundo, en cómo agradar al varón? 42 No dice: "Piensa en su seguridad en este mundo para pasar la vida sin mayores molestias". Tampoco dice que la mujer soltera y virgen se separe de la casada, esto es, se distinga y diferencie, con la finalidad de hallarse segura en esta vida y evitar las molestias propias del tiempo presente, de las que no carece la casada. Lo que dice es: Piensa en las cosas del Señor, en cómo agradar al Señor y se preocupa de las cosas del Señor para ser santa en el cuerpo y en el espíritu 43. A no ser que alguien sea tan necio y pendenciero que ose afirmar que nosotros queremos agradar al Señor no con miras al reino de los cielos, sino en atención al tiempo presente; o que ellas son santas en el cuerpo y en el espíritu en función de esta vida, no de la eterna. Creer esto, ¿qué otra cosa significa sino ser los más desgraciados de todos los hombres? Así dice, en efecto, el Apóstol: Si esperamos en Cristo solo por esta vida, somos los más miserables de todos los hombres 44. Si es un necio el que reparte su pan con el hambriento pensando solo en esta vida, ¿será sabio el que castiga su cuerpo con la continencia, renunciando hasta a la unión conyugal, si no le va a ser de provecho alguno en el reino de los cielos?
CAPÍTULO XXIII
La prueba (Mt 10,10-12)
23. Por último, escuchemos cómo el Señor mismo afirma algo que no deja lugar a dudas. Cuando, infundiendo un terror divino, indicaba que los esposos no debían separarse más que si mediaba fornicación, le dijeron los discípulos: Si esa es la condición (del varón) con la mujer, mejor es no casarse. A los que él respondió: No todos entienden este precepto. Porque hay eunucos que lo son por nacimiento; pero hay otros que se hicieron a sí mismos eunucos por el reino de los cielos. Quien abraza esto, que lo abrace 45. ¿Se pudo decir algo más verdadero y más lúcido? Es Cristo, es la Verdad, es el Poder y la Sabiduría de Dios quien dice que quienes se contienen de tomar mujer por una motivación de piedad filial se castran a sí mismos por el reino de los cielos. ¡Y, sin embargo, la vanidad humana pretende con impía temeridad que quienes así obran únicamente evitan los agobios del tiempo presente, consistentes en las molestias conyugales, pero que en el reino de los cielos no tendrán nada que los demás no posean también!
CAPÍTULO XXIV
Nuevo argumento tomado de Is 56,5
24. Pero ¿de qué eunucos habla Dios por boca del profeta Isaías, a quienes dice que ha de darles un puesto elevado en su casa y dentro de sus murallas, algo mucho mejor que (tener) hijos e hijas 46, sino de los que se castran a sí mismos por el reino de los cielos? Pues aquellos cuyo miembro viril ha sido privado de vigor para que no pueda engendrar -cuales son los eunucos de los ricos y de los reyes-, cuando se hacen cristianos y cumplen los mandamientos de Dios no lo hacen con la intención de obtener un puesto mejor al consistente en tener hijos e hijas. Si les fuese posible, tendrían mujeres y se equipararían a los demás fieles que, en la casa de Dios, viven casados, educan en el temor de Dios a la descendencia recibida lícita y honestamente, enseñándoles a que pongan en Dios su esperanza. Si no se casan no es por virtud del espíritu, sino por una necesidad que les impone su físico. Contienda, pues, quien quiera, sosteniendo que el profeta predijo lo indicado de los eunucos mutilados físicamente; incluso este error sufraga la causa (cuya defensa) he asumido. Efectivamente, Dios no antepuso estos eunucos a los que carecen de puesto en su casa, sino a aquellos que poseen el mérito asociado a una fecunda vida conyugal. Pues al decir: Les daré un puesto mucho mejor 47, muestra que también concede un puesto a los casados, aunque muy inferior.
Concedamos que la profecía indica que en la casa de Dios habían de existir eunucos físicos que no existieron en Israel; vemos que, de hecho, no se hacen judíos, pero sí cristianos. Concedamos asimismo que el profeta no habló de los que, movidos por el propósito de continencia, renuncian al matrimonio y se hicieron a sí mismos eunucos por el reino de los cielos: ¿puede darse que alguien se oponga a la verdad con tanta demencia que crea, de una parte, que en la casa de Dios los eunucos físicos han de recibir un puesto más elevado que el de los casados, y, de otra, pretenda equiparar en méritos a los casados y a los que guardan la continencia impulsados por una motivación de piedad filial, castigan su cuerpo hasta desechar el matrimonio, haciéndose a sí mismos eunucos no en el cuerpo, sino en la raíz de la concupiscencia, anticipando en la mortalidad terrena la vida celeste y angélica? ¿Puede un cristiano oponerse a la verdad con tanta demencia que contradiga a Cristo, que alabó a quienes se hicieron eunucos no por este mundo, sino por el reino de los cielos, afirmando que tal proceder es útil para la vida presente y no para la futura? ¿Qué les queda a esos sino afirmar que el reino de los cielos está implicado en esta vida temporal en que nos hallamos ahora? ¿Qué impide que la ciega presunción llegue a esa locura? ¿Y qué hay más fuera de razón que tal afirmación? Pues, aunque a veces se designa reino de los cielos a la Iglesia que peregrina en el tiempo presente, se la designa así porque se congrega con vistas a la vida futura y sempiterna. Aunque la promesa que tiene se refiera tanto a la vida presente como a la futura 48, en todas sus buenas obras no tiene en el punto de mira lo que se ve, sino lo que no se ve. Pues lo que se ve es temporal; lo que no se ve, eterno 49.
CAPÍTULO XXV
Ulterior prueba, tomada de Is 56,5
25. Tampoco el Espíritu Santo calló algo que había de valer como argumento claro e inconcuso contra estos que a la obstinación añaden el sumo de la desvergüenza y locura; argumento que, como inexpugnable defensa, había de repeler el ataque bestial contra su rebaño. Tras haber dicho de los eunucos: les daré en mi casa y dentro de mi muralla un puesto elevado, algo mucho mejor que (tener) hijos e hijas 50, para evitar que alguien, demasiado carnal, pensase que esas palabras permitían esperar algo temporal, añadió de inmediato: les daré un nombre eterno que nunca les faltará 51. Como si dijera: ¿por qué lo tergiversas, ceguera impía? ¿Por qué? ¿Por qué extiendes la niebla de tu perversidad contra la claridad de la verdad? ¿Por qué en medio de la luz tan radiante de la Escritura buscas tinieblas en que tender tus asechanzas? ¿Por qué prometes solo la utilidad temporal a los santos que abrazan la continencia? Les daré un nombre eterno. ¿Por qué te esfuerzas en relacionar con el bienestar temporal a quienes se abstienen de todo trato sexual y, por el hecho mismo de abstenerse de él, piensan en las cosas del Señor, en cómo agradarle? Les daré un nombre eterno. ¿Por qué te empeñas en sostener que el reino de los cielos por el que se emascularon a sí mismos los eunucos santos hay que entenderlo solo referido a esta vida? Les daré un nombre eterno. Y si, tal vez, este "eterno" pretendieras entenderlo en el sentido de "duradero", añado, reitero, recalco: Y nunca les faltará. ¿Qué más quieres? ¿Qué tienes que añadir? Este nombre eterno, consista en lo que consista, que claramente significa cierta gloria excelsa que les es propia, no la compartirán los eunucos con muchos otros aunque moren en el mismo reino y en la misma casa. Pues quizá se habló de "nombre" porque distingue de los demás a aquellos a quienes se otorga.
CAPÍTULO XXVI
Identidad y diversidad en la gloria futura
26. Replican ellos: "¿Qué significa el único denario con que, concluido el trabajo de la viña, se retribuye a todos por igual, tanto a los que trabajaron desde el inicio de la jornada como a los que trabajaron solo una hora? 52". ¿Qué significa, en verdad, sino algo que todos poseerán en común, como es la vida eterna, el mismo reino de los cielos en que se hallarán todos los que Dios predestinó, llamó, justificó, glorificó? 53Pues conviene que este cuerpo corruptible se vista de incorrupción y este cuerpo mortal se vista de inmortalidad 54: este es el denario, recompensa para todos. Sin embargo, una estrella difiere de otra estrella en gloria; así acontecerá también en la resurrección de los muertos 55. He aquí la diferencia en los méritos de los santos. Pues, si con el único denario se significa el cielo, ¿no es algo común a todos los astros? No obstante, una es la gloria del sol, otra la de la luna, otra la de las estrellas 56. Si con el denario se significa la salud del cuerpo, cuando estamos perfectamente sanos, ¿no es la salud algo común a todos los miembros? Y, si permanece hasta la muerte, ¿acaso no se halla en todos los miembros a la vez e igualmente? No obstante, Dios ha puesto los miembros, asignando a cada uno su lugar en el cuerpo, según le plugo 57, de modo que ni todo es ojo, ni todo oído, ni todo olfato. Todo miembro tiene su especificidad, aunque posea la salud en el mismo grado que los demás. Así pues, dado que todos los santos poseerán juntos la misma vida eterna, se ha asignado a todos un mismo denario; mas como en la misma vida eterna resplandecerán en grado diverso las luces de los merecimientos, en la casa del Padre hay muchas mansiones 58. Y por ello, como el denario es igual para todos, no vive uno más que otro; pero, como hay muchas mansiones, uno es honrado con más gloria que otro.
CAPÍTULO XXVII
Seguir al cordero adondequiera que vaya
27. ¡Adelante, pues, santos de Dios, chiquillos y chiquillas, varones y mujeres, célibes de uno y otro sexo! Caminad con perseverancia hasta el fin. Alabad más dulcemente al Señor en quien pensáis más frecuentemente; esperad con más dicha a aquel a quien servís con mayor asiduidad; amad con mayor ardor a aquel a quien ponéis más esmero en agradar 59. Con los lomos ceñidos y las lámparas encendidas, estad a la espera del Señor cuando vuelva de la boda 60. A las bodas del Cordero aportáis el cántico nuevo que cantaréis con vuestras cítaras. No un cántico como el que entona la tierra entera a la que se dice: Cantad al Señor un cántico nuevo; cantad al Señor, tierra entera 61, sino un cántico que solo vosotros estáis capacitados para cantar. Pues así os vio en el Apocalipsis 62 cierta persona a la que el Cordero amaba más que a los demás, persona que solía recostarse sobre su pecho 63 y bebía y eructaba realidades maravillosas superiores a las celestiales: la Palabra de Dios. Él os vio en número de ciento cuarenta y cuatro mil santos citaristas, distinguidos con la virginidad inmaculada en el cuerpo y con la verdad inviolada en el corazón. Escribió acerca de vosotros porque seguís al Cordero adondequiera que vaya.
Y ¿a qué lugar pensamos que va el Cordero, al que nadie, sino vosotros, osa o puede seguirle? ¿Adónde pensamos que se encamina? ¿A qué bosques y praderas? Allí -creo- donde el pasto son los gozos. No los gozos vanos de este mundo, ni sus locuras engañosas; tampoco gozos como los que tendrán en el reino de Dios sus restantes moradores no vírgenes, sino otros, cualitativamente distintos de todos los demás. El gozo de quienes han asumido la virginidad por Cristo es gozo de Cristo, en Cristo, con Cristo, tras de Cristo, a través Cristo, en razón de Cristo. Los gozos propios de quienes han aceptado la virginidad por Cristo no son los mismos de quienes no la han aceptado, aunque también pertenezcan a Cristo. Para estas personas hay otros gozos, pero aquellos son solo para ellos. Corred tras estos gozos, seguid al Cordero, puesto que también la carne del Cordero fue ciertamente virgen. Al crecer retuvo en sí lo que no quitó a su madre al ser concebido y nacer. Con razón le seguís, con la virginidad del corazón y de la carne, adondequiera que vaya. En efecto, ¿qué es seguirle sino imitarle? Pues Cristo padeció por nosotros dejándonos el ejemplo, como dice el apóstol Pedro, para que sigamos sus huellas 64. Se le sigue en la medida en que se le imita. No en el hecho de ser el Hijo único de Dios que hizo todas las cosas, sino en lo que, como Hijo del hombre, ofreció en sí para que lo imitases porque convenía. Y son muchas las cosas que en él se proponen a la imitación de todos los hombres, pero la virginidad física no a todos. Nada pueden hacer por recuperar la virginidad aquellos que de hecho ya la han perdido.
CAPÍTULO XXVIII
Todos los cristianos siguen al cordero
por la senda de las bienaventuranzas
28. Así pues, los demás fieles, los que perdieron la virginidad física, sigan al Cordero no adondequiera que vaya, sino hasta donde personalmente puedan. Ahora bien, pueden seguirle a todas partes, excepto cuando avanza por el camino de la belleza virginal. Bienaventurados los pobres de espíritu 65: imitad a quien, siendo rico, por vosotros se hizo pobre 66Bienaventurados los humildes 67: imitad a quien dijo: Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón 68.Bienaventurados los que lloran 69: imitad a quien lloró por Jerusalén 70Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia 71: imitad a quien dijo: Mi alimento es hacer la voluntad de quien me envió 72.Bienaventurados los misericordiosos 73: imitad a quien socorrió al hombre al que los salteadores habían abandonado, en medio del camino, herido, moribundo y sin esperanza 74Bienaventurados los de corazón limpio 75: imitad a quien no cometió pecado y en cuya boca no se halló engaño 76.Bienaventurados los hacedores de paz 77: imitad a quien dijo en favor de sus perseguidores: Padre, perdónales porque no saben lo que hacen 78Bienaventurados los que sufren persecución porque son justos 79: imitad a quien sufrió por vosotros dejándoos un ejemplo para que sigáis sus huellas 80. Quienes imitan estas acciones, al hacerlo, siguen al Cordero. No hay duda de que también los casados pueden caminar sobre estas huellas; aunque no calquen su pie exactamente sobre ellas, avanzan por la misma senda.
CAPÍTULO XXIX
Seguimiento por el camino de la virginidad
29. Mas he aquí que el Cordero avanza por el camino de la virginidad. ¿Cómo irán tras él los que la perdieron sin poder recuperarla ya? Así pues, marchad tras él, vírgenes que le pertenecéis. Id también allí tras él, puesto que solo gracias a la virginidad le seguís adondequiera que vaya. En efecto, puedo exhortar a los casados a que le sigan por cualquier otro don de santidad, pero no por este que perdieron irremediablemente. Vosotros, por tanto, seguidle cumpliendo con perseverancia lo que prometisteis con ardor. Hacedlo mientras aún os es posible, no sea que perezca en vosotros el bien de la virginidad, sin poder hacer después nada para recuperarlo. Os contemplará el resto de los fieles que no puede seguir al Cordero hasta esa meta. Os contemplará, pero no os envidiará, y participando de vuestra alegría poseerá en vosotros lo que no tiene en sí. Tampoco podrá entonar aquel cántico nuevo que es propiedad vuestra, aunque podrá escucharlo y deleitarse en vuestro bien tan excelente. Pero vosotros, que lo cantaréis y lo escucharéis, porque os escucharéis a vosotros mismos cantarlo, exultaréis con mayor felicidad y reinaréis con mayor gozo. Sin embargo, nadie que carezca de ese gozo sentirá tristeza porque lo poseáis vosotros. Con toda certeza el Cordero, al que vosotros seguís adondequiera que vaya, no abandonará a quienes no pueden seguirle hasta la meta a la que le seguís vosotros. Hablo del Cordero omnipotente. Irá al frente de vosotros, pero sin apartarse de ellos, puesto que Dios será todo en todos 81. Y quienes menos tengan no os rehuirán, dado que, donde no hay envidia, se participa de lo que poseen los demás. Tened, pues, seguridad y confianza; sed fuertes, perseverad los que hacéis al Señor vuestro Dios votos 82 de continencia perpetua y los cumplís, no con la mira puesta en el tiempo presente, sino en el reino de los cielos.
CAPÍTULO XXX
Exhortación a la fidelidad
30. Y entre vosotros, los que aún no habéis hecho voto de virginidad, quien pueda abrazarlo, que lo abrace 83; perseverad en la carrera hasta conseguir el reino. Que cada cual tome sus ofrendas y entre a los atrios del Señor 84, no forzados por alguna necesidad, sino como corresponde a quienes disponen de la propia voluntad. En efecto, no se puede decir: "No te casarás" en el mismo sentido que no fornicarás, no matarás 85. Lo último es algo exigido, lo primero algo ofrecido. No casarse merece alabanza; fornicar y matar, condena. En esto el Señor os impone algo a lo que estáis obligados; en aquello, si le habéis dado algo más de lo exigido, os lo pagará al regreso 86. Pensad que, sea lo que sea, dentro de su muralla tenéis un puesto elevado mucho mejor que (tener) hijos e hijas. Considerad el nombre eterno que tenéis allí 87. ¿Quién puede explicar qué clase de nombre será? No obstante, sea el que sea, será eterno. Creyendo, esperando y amando tal nombre pudisteis no ya evitar el matrimonio como si estuviera prohibido, sino sobrepasarlo aunque está permitido.
CAPÍTULO XXXI
La grandeza de la virginidad reclama humildad
31. En la medida de mis fuerzas, os he exhortado a abrazar este don de la virginidad. Su grandeza, su excelencia y condición de don divino es una llamada a mi preocupación pastoral a que no hable solo de la laudabilísima castidad, sino que diga también algo de la inexpugnable humildad. Una vez que quienes han profesado la continencia perpetua se hayan comparado con los casados y hayan descubierto que, según las Escrituras, éstos le son inferiores en cuanto a la tarea y a la recompensa, en cuanto al voto y al premio, inmediatamente han de recordar lo que está escrito: En la medida en que seas grande, humíllate en todo y hallarás gracia ante Dios 88. La medida de la humildad le ha sido tasada a cada uno por la medida de su grandeza. Grandeza que tiene un peligro en la soberbia que acecha más a los dones mayores. A ésta le sigue la envidia como hija y lacaya y la está dando a luz continuamente, pues nunca existe sin tal hija y compañera. Ambos vicios, la soberbia y la envidia, hacen diablo al diablo. Por eso, la disciplina cristiana se enfrenta sobre todo a la soberbia, madre de la envidia. La disciplina cristiana, en efecto, enseña la humildad con la que adquirir y custodiar la caridad. A propósito de la cual, tras haber dicho: La caridad no es envidiosa, como si buscáramos la causa de por qué no es envidiosa, añadió seguidamente: No se engríe 89. Como si dijera: "Carece de envidia, porque carece de soberbia".
Por eso, Cristo, maestro de humildad, se anonadó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres y hallado hombre en su manifestación; se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte y muerte de cruz 90. Y respecto a su doctrina, ¿quién podrá explicar fácilmente con cuánto esmero inculca la humildad y con cuánta vehemencia e insistencia la intima? ¿Quién podrá acumular todos los testimonios para demostrarlo? Intente hacerlo o hágalo quien desee escribir específicamente sobre la humildad; el propósito emprendido en esta obra es otro; al referirse a una realidad tan grandiosa, reclama una precaución máxima contra el orgullo.
CAPÍTULO XXXII
La enseñanza de Cristo sobre la humildad
32. Así pues, voy a aducir unos pocos testimonios tomados de la enseñanza de Cristo sobre la humildad; los que el Señor se digna ofrecer a mi mente. Tal vez bastarán para el objetivo que me he propuesto. El primer y más largo discurso que dirigió a sus discípulos comienza con estas palabras:Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos 91. En tales personas entendemos, sin que nadie lo discuta, a los humildes. El Señor alabó particularmente la fe del centurión y afirmó no haber hallado otra tan grande en Israel 92, porque creyó con tanta humildad que dijo: No soy digno de que entres bajo mi techo 93. Mientas Lucas deja ver con toda claridad que no fue él directamente a Jesús, sino que envió a sus amigos 94, Mateo afirma que se había acercado él en persona. La razón es que con su humildad, llena de fe, se acercó él más que sus emisarios. A eso se refiere también lo dicho por el profeta: El Señor es excelso, pero pone sus ojos en las cosas humildes; las elevadas, en cambio, las conoce de lejos 95. ¡Sin duda porque no se le acercan! Por lo mismo dijo también: ¡Oh mujer, grande es tu fe! Hágase como deseas 96, a aquella mujer cananea a la que antes había llamado perro y dicho que no había que echarle el pan de los hijos 97. Palabras a las que, aceptándolas humildemente, había replicado: Así es, Señor; pero también los perros comen las migajas que caen de la mesa de sus señores 98. Y de esa manera mereció por su humilde confesión lo que no conseguía con su insistente gritar.
Con los ojos puestos en quienes se tienen por justos y desprecian a los demás, a este propósito nos presenta el caso de los dos hombres, uno fariseo y otro publicano, que estaban orando en el templo, en el que resulta preferida la confesión de los pecados a la enumeración de los méritos 99. No hay duda de que el fariseo daba gracias a Dios por los méritos de que personalmente tanto se complacía: Gracias te doy -decía- porque no soy como los demás hombres: injustos, raptores, adúlteros, o como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y doy el diezmo de cuanto poseo. El publicano, por el contrario, se mantenía de pie a lo lejos y no se atrevía a levantar los ojos al cielo, sino que golpeaba su pecho diciendo: ¡Oh Dios, séme propicio, que soy pecador! A lo que sigue la sentencia de Dios: En verdad os digo que el publicano bajó del templo justificado, más que el fariseo. Luego aduce la razón de por qué eso era justo: Porque el que se humilla será exaltado y el que se exalta será humillado 100. Puede, pues, acontecer que alguien evite verdaderos males, advierta en sí auténticos bienes y dé gracias por ellos al Padre de las luces, de quien desciende toda dádiva óptima y todo don perfecto 101, y, no obstante, haya que recriminarle el vicio del orgullo, si en su soberbia denigra -aunque lo haga solo en el pensamiento patente a Dios- a los otros pecadores, especialmente a los que confiesan sus pecados en la oración, a quienes no se les debe dirigir un reproche altanero, sino ofrecer la misericordia que abre a la esperanza.
¿Qué decir del hecho de que, discutiendo los discípulos entre sí sobre quién sería el mayor de ellos, Jesús puso un niño pequeño ante sus ojos y les dijo: Si no os hacéis como este niño, no entraréis en el reino de los cielos? 102 ¿No recomendó al máximo la humildad y puso en ella el criterio de grandeza? Traigamos a la mente la escena en que los hijos del Zebedeo deseaban situarse uno a su derecha y el otro a su izquierda, en los puestos de más alta dignidad. Él les respondió que, antes de solicitar con deseo rebosante de orgullo ser preferidos a los demás, pensasen en beber el cáliz de su pasión en la que se humilló hasta la muerte y muerte de cruz 103. Con esa respuesta ¿no les hizo saber que otorgaría la dignidad apetecida a quienes previamente le siguieran en su condición de maestro de humildad? 104
Qué gran encarecimiento de la humildad fue el que, poco antes del inicio de su pasión, lavase los pies a los discípulos y los exhortase clarísimamente a que hiciesen con sus condiscípulos y consiervos lo que él, Maestro y Señor, había hecho con ellos 105. Para encarecer esa virtud eligió el preciso momento en que, ya próximo a la muerte, los discípulos fijaban en él sus ojos con enorme ansiedad, momento que retendrían en su memoria, vinculándolo sobre todo con la última lección que el Maestro les dejó para que lo imitasen. Lo hizo en ese preciso momento él que, sin duda alguna, podía haberlo hecho en otro momento de su convivencia con ellos. Solo que, si lo hubiera hecho antes, aunque el mensaje hubiese sido el mismo, la recepción hubiese sido distinta.
CAPÍTULO XXXIII
Cuanto mayor es el tesoro que se guarda,
mayor ha de ser la vigilancia
Todos los cristianos han de practicar la humildad, habida cuenta que reciben el nombre de Cristo, cuyo evangelio nadie examina con atención sin que le encuentre como maestro de humildad. Si las cosas son así, conviene que le sigan y perseveren en esta virtud de un modo particular aquellos que destacan sobre los demás por algún gran bien, preocupándose de cumplir ante todo el primer precepto que cité: En la medida en que seas grande, humíllate en todo y hallarás gracia ante Dios 106. Por tanto, como la continencia perpetua y sobre todo la virginidad constituyen un gran bien de los santos de Dios, hay que extremar la vigilancia para que no lo corrompa el orgullo.
El apóstol Pablo tilda de malas a las viudas curiosas y charlatanas, y sostiene que su vicio proviene de la ociosidad. Escribe: Al mismo tiempo, al no tener nada que hacer, aprenden a ir de casa en casa. Además de ociosas, son curiosas y charlatanas, hablando lo que no conviene 107. Refiriéndose a ellas, había escrito antes: Rehúye, en cambio, a las viudas jóvenes. Pues, tras haber vivido en Cristo entre placeres, quieren volver a casarse incurriendo en condenación, porque no mantuvieron la fidelidad primera 108, esto es, porque no perseveraron en lo que antes habían prometido.
CAPÍTULO XXXIV
En quiénes se teme el orgullo y en quiénes no
Pero no dice (el Apóstol): Se casan, sino quieren volver a casarse. A muchas de ellas, en efecto, las retrae de casarse no el amor de un excelso propósito, sino el temor a la pública deshonra, que proviene también del orgullo, por el que teme más desagradar a los hombres que a Dios. Así pues, esas que quieren casarse y no lo hacen porque no pueden hacerlo impunemente, ¡cuánto mejor harían casándose que abrasándose, esto es, antes de ver devastada su conciencia por la oculta llama del deseo! Lamentan su estado y se avergüenzan de confesarlo. A menos que dirijan a Dios su corazón, una vez enderezado, y venzan de nuevo la concupiscencia por temor a él, hay que contarlas entre las muertas, ya vivan entre placeres -razón de las palabras del Apóstol: Sin embargo, la que vive entre placeres ya en vida está muerta 109-, ya en medio de fatigas y ayunos, inútiles por carecer de un corazón bien orientado y estar más al servicio de la ostentación que de la enmienda. Personalmente no inculco gran preocupación por la humildad a esas mujeres en las que el mismo orgullo se ve confundido y cubierto de la sangre que mana de la herida de la conciencia.
Tampoco impongo esta gran preocupación por la humildad a las viudas borrachas, o a las avaras, o a las que están postradas por cualquier otra clase de enfermedad merecedora de condena, cuando han profesado la continencia corporal, profesión a la que no se ajustan sus costumbres erráticas. A no ser que, tal vez, osen hacer ostentación de tales males, no bastándoles el diferir sus tormentos.
Excluyo asimismo a aquellas que manifiestan cierto deseo de agradar o con un atuendo más elegante de lo que exige tan excelsa profesión, o con un llamativo tocado de cabeza, ya con abultados moños, ya con velos tan finos que dejan entrever las redecillas puestas debajo. A éstas aún no hay que darles preceptos sobre la humildad, sino sobre la castidad misma o sobre la integridad de la pureza.
Dame una persona que profese la continencia perpetua y que carezca de estos vicios y manchas morales y de cuantas se les parecen. En ella temo el orgullo; tan gran bien me infunde temor en ella previendo la hinchazón del orgullo. Cuanto más tiene en qué complacerse, tanto más temo que, agradándose a sí, desagrade a quien resiste a los orgullosos, pero da su gracia a los humildes 110.
CAPÍTULO XXXV
Qué quiere Cristo que aprendamos de Él
35. Por supuesto, es en Cristo mismo en quien hay que contemplar al primer maestro y modelo de la integridad virginal. Según eso, ¿qué precepto puedo dar acerca de la humildad a los que practican la continencia que no sea lo que él dice a todos: Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón? Inmediatamente antes había recordado su propia grandeza, queriendo mostrar cuán grande era el que por nosotros se hizo tan pequeño: Yo te alabo, Padre -son sus palabras-, Señor del cielo y de la tierra, porque escondiste estas cosas a los sabios, y las revelaste a los pequeños. Así es, Padre, porque así ha sido de tu agrado. Todas las cosas me las ha entregado mi Padre y nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelárselo. Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón 111. Él, a quien el Padre entregó todas las cosas y a quien nadie conoce sino el Padre, y el único que conoce el Padre junto con aquel a quien él quiera revelarlo, no dice: "Aprended de mí a crear el mundo o a resucitar muertos, sino: que soy manso y humilde de corazón". ¡Oh enseñanza salvífica! ¡Oh Maestro y Señor de los mortales, que bebieron la muerte en el vaso del orgullo, participando así en ella! No quiso enseñar lo que no era él, ni quiso mandar lo que él no hacía.
Apóstrofe a Jesús, maestro de humildad
Buen Jesús, con los ojos de la fe que me has abierto, te estoy viendo proclamar y decir como ante una asamblea de todo el género humano: Venid a mí y aprended de mí 112. A ti, Hijo de Dios, por quien fueron hechas todas las cosas, e Hijo del hombre, también hecho entre todas las cosas, te suplico, ¿para aprender qué cosa de ti venimos a ti? Que soy manso -dice- y humilde de corazón. ¿Todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia escondidos en ti 113 han quedado reducidos a tener por algo grandioso aprender tu lección de mansedumbre y humildad? ¿Tan grande es ser pequeño que solo se puede aprender de ti, que eres tan grande? Así es verdaderamente. En efecto, para hallar reposo el alma no tiene más remedio que eliminar la perturbadora hinchazón, que ella tiene por grandeza propia y que para ti es una enfermedad.
CAPÍTULO XXXVI
Sigue el apóstrofe
36. Que te escuchen y vengan a ti, aprendan de ti a ser mansos y humildes los que buscan tu misericordia y tu verdad, viviendo para ti, para ti, no para sí. Escuche esto quien se encuentre fatigado y cargado, quien se encuentre tan abrumado por su carga que no ose elevar los ojos al cielo; escuche aquel pecador que golpeaba su pecho y, estando lejos, se hallaba cerca 114. Escuche aquel centurión que no se consideraba digno de que entrases bajo su techo 115(). Escuche Zaqueo, el jefe de los publicanos, que devuelve el cuádruplo de las ganancias obtenidas con sus condenables pecados 116. Escuche la mujer pecadora de la ciudad, que derramó a tus pies tantas más lágrimas cuanto más lejos se hallaba de tus huellas 117. Escuchen las meretrices y los publicanos, que preceden a los escribas y fariseos en el reino de los cielos 118. Escuchen los que sufren cualquier clase de enfermedad, con quienes participaste en banquetes, participación que te imputaron como pecado quienes, creyendo estar sanos, no te buscaban como médico, no obstante que no habías venido a llamar al arrepentimiento a los justos sino a los pecadores 119. Cuando todos estos se convierten a ti, se vuelven fácilmente mansos y se humillan en tu presencia, acordándose de su vida inicua en extremo y de tu indulgentísima misericordia, puesto que donde abundó el pecado, ha sobreabundado la gracia 120.
Prosigue el apóstrofe
37. Pero vuelve los ojos a los ejércitos de vírgenes, chiquillos y chiquillas santos. Esta estirpe se ha criado en tu Iglesia; en ella creció para ti, alimentándose de sus pechos maternales; en ella soltó su lengua para proclamar tu nombre; un nombre que, siéndole infundido, mamó como leche para su infancia. Nadie de entre ellos puede decir: Yo que antes fui blasfemo y perseguidor y opresor, pero he conseguido misericordia, porque lo hice desde la ignorancia antes de venir a la fe 121. Al contrario, arrebataron, prometieron con voto lo que no mandaste, limitándote a proponerlo a los que lo quisieran con estas palabras: Quien pueda abrazarlo, que lo abrace 122. Y, tras la invitación, no amenaza, tuya, se hicieron eunucos por el reino de los cielos.
CAPÍTULO XXXVII
Apóstrofe al alma virgen
Grítales; que te escuchen decir que eres manso y humilde de corazón. Cuanto mayores son, más se humillen en todo, para hallar gracia ante ti. Son justos, pero ¿acaso como tú que justificas al impío? Son castos, pero en pecado los alimentaron sus madres en sus senos 123. Son santos, pero tú eres también el santo de los santos. Poseen la virginidad, pero tampoco han nacido de madres vírgenes. Poseen la integridad en el cuerpo y en el espíritu, pero no son la Palabra hecha carne 124. Con todo, aprendan no de aquellos a quienes perdonas los pecados, sino de ti mismo, el Cordero de Dios 125; aprendan que eres manso y humilde de corazón 126.
38. ¡Virgen amante de la piedad y del pudor que ni siquiera en el lícito ámbito conyugal diste rienda suelta al apetito carnal, que ni siquiera para obtener descendencia transigiste con tu cuerpo mortal, que suspendiste en lo alto tus miembros terrenos con su excitación, ajustándolos a las costumbres celestes! No te envío para que aprendas la humildad a los publicanos y pecadores, que, sin embargo, precederán en el camino hacia el reino de los cielos a los orgullosos. No te envío a ellos, pues quienes han sido liberados de la vorágine de la impureza no merecen ser puestos como modelos de inmaculada virginidad. Te envío al rey del cielo, a quien creó a los hombres y, en bien de los hombres, fue creado entre ellos; te envío al más bello entre los hijos de los hombres 127, pero despreciado por ellos a favor de ellos; te envío a quien, dominando sobre los ángeles inmortales, no desdeñó servir a los hombres mortales. A él, ciertamente, no le hizo humilde la maldad, sino la caridad, la caridad que no envidia, no se engríe, no busca lo suyo 128. Porque Cristo no se agradó a sí mismo; al contrario, según está escrito de él, los insultos de quienes te insultaban cayeron sobre mí 129. Ponte en movimiento, ven a él y aprende de su boca que es manso y humilde de corazón. No irás a quien no osaba elevar sus ojos al cielo a causa del peso de su maldad 130, sino a quien descendió desde el cielo 131 arrastrado por el peso de la caridad. No irás a la mujer que regó con lágrimas los pies de su Señor, sino a aquel que, tras otorgarle el perdón de todos los pecados, lavó los pies de quienes eran sus siervos 132.
Conozco la dignidad de tu condición virginal. No te propongo que imites al publicano que acusa humildemente sus pecados, pero temo en ti al fariseo que se jactaba orgullosamente de sus méritos 133. No te digo: "Sé como aquella mujer de la que se dijo: Se le perdonan sus muchos pecados porque amó mucho 134", pero temo que ames poco, porque juzgas que se te perdona poco.
CAPÍTULO XXXVIII
El temor y el amor
39. Grande es -digo- mi temor por ti; temor de que, por gloriarte de seguir al Cordero adondequiera que vaya, la hinchazón de tu orgullo te impida seguirle por sus caminos estrechos. Es un bien para ti, alma virginal, que, igual que eres virgen, así también, conservando en el corazón tu segundo nacimiento y en la carne el primero, mediante el temor del Señor concibas y des a luz el espíritu de salvación 135. Ciertamente en la caridad no hay temor, sino que, como está escrito, la caridad perfecta expulsa el temor 136, pero el temor a los hombres, no a Dios; el temor a los males temporales, no al juicio definitivo de Dios. No te engrías, sino teme 137. Ama la bondad de Dios, teme su severidad; una y otra te impiden ser orgullosa. Pues, si le amas, temes ofender gravemente a tu amado y amante. En efecto, ¿puede haber ofensa más grave que desagradar por el orgullo a quien por ti desagradó a los orgullosos? ¿Y dónde debe estar más presente aquel temor casto que permanece por los siglos de los siglos 138 que en ti, que no piensas en las cosas del mundo, esto es, en cómo complacer a tu cónyuge, sino en las del Señor, o sea, en cómo complacerle a él139 Aquel primer temor no se da en la caridad; este temor casto, por el contrario, no se separa de ella. Si no amas, teme perecer; si amas, teme desagradarle. A aquel temor lo expulsa la caridad; con este corre hacia el interior. Dice también el apóstol Pablo: Pues no hemos recibido el espíritu de servidumbre para recaer en el temor, sino que hemos recibido el Espíritu de adopción de hijos por el que gritamos: Abba, Padre 140. Pienso que se refiere al temor otorgado en el Antiguo Testamento, temor a perder los bienes temporales que Dios había prometido no aún a hijos bajo la gracia, sino a siervos todavía bajo la ley. Existe también el temor al fuego eterno; pero si se sirve a Dios para evitar éste, no se trata del temor que acompaña a la caridad perfecta. Pues una cosa es el deseo del premio y otra el miedo al castigo. Una cosa es: ¿A dónde iré lejos de tu espíritu? y ¿a dónde huiré de tu presencia? 141 Y otra es: Una cosa he pedido al Señor, esa buscaré: Habitar en la casa del Señor todos los días de mi vida para contemplar las delicias del Señor y ser protegido en cuanto templo tuyo 142, o: No apartes de mí tu rostro 143; o: Mi alma desea y desfallece (por entrar) en los atrios del Señor 144. La primera frase pudo haberla pronunciado el publicano que no osaba levantar sus ojos al cielo y la pecadora que regaba con lágrimas los pies (del Señor) con el fin de conseguir el perdón para sus graves pecados; las otras pronúncialas tú que te preocupas de las cosas del Señor para ser santa en cuerpo y espíritu. De la primera se hace acompañar el temor que atormenta y al que expulsa la caridad perfecta; de las otras, el casto temor del Señor que permanece por los siglos de los siglos.
A unos y a otros hay que decir: No te engrías, sino teme 145, para evitar que el hombre se enorgullezca o tomando la defensa de sus pecados, o presumiendo de su justicia. Pues el mismo Pablo que escribió: Pues no habéis recibido el espíritu de servidumbre para recaer de nuevo en el temor 146, lleno de caridad acompañada de temor, dice: Con gran temor y temblor fui a vosotros 147. Él mismo se sirvió de la frase mencionada: No te engrías, sino teme, para evitar que el acebuche injertado se enorgulleciera frente a las ramas desgajadas del olivo 148. Es también él quien, amonestando en general a todos los miembros de Cristo, dice: Obrad vuestra salvación con temor y temblor, pues Dios es quien obra en vosotros el querer y el obrar, según su buena voluntad 149, para que no parezca que pertenece (solo) al AT lo escrito: servid al Señor con temor y regocijaos ante él con temblor 150.
CAPÍTULO XXXIX
La humildad se descubre necesaria
40. ¿Y qué miembros de su cuerpo santo, la Iglesia, deben preocuparse más de que sobre ellos descanse el Espíritu Santo que los que profesan la santidad virginal? Pero ¿cómo descansará donde no encuentra su lugar? ¿Y cuál es este sino un corazón humillado que (pueda) llenar, no uno del que (tenga que) alejarse; uno que (pueda) elevar, no uno que (tenga que) abatir? La razón es que está dicho con toda claridad: ¿Sobre quién reposará mi Espíritu? Sobre el humilde y tranquilo y sobre quien se estremece ante mis palabras 151. Ya vives conforme a la justicia, a la piedad; ya vives conforme a la pureza, la santidad y la castidad virginal; sin embargo, viviendo aún en este mundo, ¿no te rindes a la humildad cuando oyes: Acaso no es una prueba la vida humana sobre la tierra 152? ¿No te apartan del orgullo y de la excesiva confianza las palabras: ¡Ay del mundo a causa de los escándalos!153 ¿No te asusta el poder ser contado entre los muchos cuya caridad se enfría por la abundancia de maldad154 ¿No golpeas tu pecho cuando oyes decir: Por lo cual, quien cree estar de pie, mire no caiga155 En medio de tantas advertencias divinas y peligros humanos como los mencionados, ¿aún me fatigo de esta manera en persuadir la humildad a quienes han abrazado la santa virginidad?
CAPÍTULO XL
Las caídas de unos, lección para otros
41. Dios permite que se agreguen al número de quienes profesáis la virginidad muchos y muchas que han de caer. ¿Cuál es la razón sino aumentar, con sus caídas, vuestro temor que reprima el orgullo? Orgullo tan odiado por Dios que el único motivo de la humillación del Altísimo fue hacerle frente a él. A no ser que, tal vez, le temas menos y te engrías más, hasta el punto de amar menos a quien te amó tanto que se entregó a sí mismo por ti 156, por el hecho de haberte perdonado poco, al haber vivido desde la niñez conforme a la religión, pureza, castidad consagrada, inmaculada virginidad. ¡Como si no debieras amarle con mucho mayor ardor a él! A los lascivos que se convirtieron a él les perdonó todas sus faltas, pero a ti no te permitió caer en ellas. ¿O la obcecación de aquel fariseo en el error de juzgar que se le tenía que perdonar poco, por lo que amaba poco 157, tuvo otro origen que ignorar la justicia divina y buscar afirmar la suya, en vez de someterse a la de Dios? 158.
Recibir un don mayor exige un mayor amor
Mas también vosotros, raza escogida y selectos entre los selectos, coros virginales que seguís al Cordero, habéis sido salvados gratuitamente por la fe; y ello no por vosotros mismos, puesto que es don de Dios; no por las obras, para evitar que alguien se enorgullezca. Pues somos hechura suya, creada en Cristo Jesús en función de las obras buenas que Dios preparó para que caminemos en ellas 159. Así que ¿cuanto más os ha adornado con sus dones, tanto menos vais a amarle? ¡Sea él quien aparte de vosotros tan horrenda demencia!
La Verdad afirmó, conforme a verdad, que a quien poco se le perdona poco ama; así pues, para amar con todo el ardor a aquel por cuyo amor os mantenéis libres de los lazos del matrimonio, juzgad que se os ha perdonado absolutamente todo cuanto bajo su guía no habéis cometido. Estén, pues, vuestros ojos siempre elevados al Señor porque él sacará vuestros pies del cepo 160Y Si el Señor no hubiera guardado la ciudad, en vano se habría mantenido de guardia el centinela 161. Y hablando de la continencia misma dice el Apóstol: Quiero que todos los hombres sean como yo; pero cada uno ha recibido de Dios su propio don: uno de una manera, otro de otra 162. ¿Quién es, pues, el que los otorga? ¿Quién distribuye los propios dones a cada cual como quiere163 Dios ciertamente, en quien no hay injusticia 164. Por eso mismo, al hombre le resulta imposible o absolutamente difícil conocer en virtud de qué equidad a unos los hace de una manera y a otros de otra. Pero que lo haga ajustado a equidad no es lícito dudarlo. ¿Qué tienes, pues, que no hayas recibido? 165 O ¿por qué extravío amas menos a aquel de quien más has recibido?
CAPÍTULO XLI
La virginidad es un don de Dios
42. Por lo cual, el primer pensamiento de quien vive en virginidad ha de ser revestirse de humildad. No piense que es lo que es por méritos propios, (olvidando) que ese don extraordinario desciende más bien del Padre de las luces, en quien no se da cambio ni ensombrecimiento pasajero 166. De esta manera no llegará a pensar que se le ha perdonado poco, con la consecuencia de amarle poco 167e, ignorando la justicia de Dios y queriendo afirmar la suya propia, no se someta a la de Dios 168. Error en que cayó aquel Simón a quien aventajó la mujer a la que se perdonaron muchos pecados porque amó mucho.
Pero todavía tiene que pensar con mayor cautela y verdad que se han de considerar como perdonados todos los pecados que no se cometen gracias a la protección de Dios. Prueba de ello son las piadosas súplicas presentes en las Sagradas Escrituras que muestran que incluso lo que manda Dios no se puede cumplir sin el don y la ayuda de quien lo manda. Sería una farsa pedirlo si pudiéramos hacerlo personalmente sin la ayuda de su gracia. ¿Hay precepto más universal e importante que la obediencia por la que se cumplen los mandatos de Dios? Y, sin embargo, hallamos que también ella es objeto de súplica. Dice (el salmista): Tú ordenaste que tus mandamientos se cumpliesen al detalle; y sigue luego: ¡Ojalá mis caminos se dirijan al cumplimiento de tus disposiciones; entonces no quedaré confundido, en tanto pongo mis ojos en tus mandatos! 169 Lo que en un primer momento presentó como mandatos divinos, luego deseó poder cumplirlos: correcto proceder para no pecar. Y, en el caso de que haya pecado, se le manda arrepentirse, no sea que, defendiendo y disculpando su falta, perezca por su orgullo quien lo cometió, al no querer hacerlo desaparecer mediante el arrepentimiento. También esto lo pide a Dios para dar a entender que no se tiene si no lo otorga aquel a quien se pide. Pon -dice-, Señor, una guarda a mi boca, y una puerta de contención en torno a mis labios; no dejes inclinarse mi corazón hacia palabras malvadas para buscar excusa a sus pecados, en compañía de hombres que obran la maldad 170. Si, pues, hasta la obediencia por la que guardamos sus mandatos y el arrepentimiento por el que nos acusamos y no nos excusamos de nuestros pecados, es objeto de deseo y súplica, resulta manifiesto que, cuando existe, se obtiene por don de Dios y se cumple con su ayuda. Más claramente se afirma a propósito de la obediencia: El Señor dirige los pasos de los hombres y aceptará su camino 171. También respecto del arrepentimiento dice el Apóstol: Por si tal vez Dios les da el arrepentimiento 172.
También la continencia es un don de Dios
43. ¿Y no está dicho con toda claridad a propósito de la continencia misma: Y como supiese que nadie puede ser continente si Dios no se lo otorga, el mismo conocer de quién era don era ya sabiduría173
CAPÍTULO XLII
... Y la sabiduría
Pero tal vez la continencia sea un don de Dios y, sin embargo, el hombre se otorgue a sí mismo la sabiduría, gracias a la cual conoce que la continencia es don de Dios, no propio. Al contrario, el Señor hace sabios a los ciegos 174y el testimonio del Señor es fiel, él otorga la sabiduría a los pequeños 175y si alguno carece de sabiduría, pídasela a Dios, que da a todos con generosidad, sin reprochar nada, y se la concederá 176. Ahora bien, conviene que quienes han optado por la virginidad posean la sabiduría, no sea que se apaguen sus lámparas 177. ¿Y cómo pueden conseguir la sabiduría, a no ser evitando el orgullo y dejándose atraer por lo humilde? 178 En efecto, la Sabiduría misma dijo al hombre: He aquí que la sabiduría se identifica con la piedad 179Si, pues, nada tienes que no hayas recibido, no te engrías, sino teme 180. Y no ames poco, como si se te hubiera perdonado poco; antes bien, ama mucho a quien tanto te otorgó. Pues si ama a quien le concedió no deber, ¡cuánto más debe amar a quien le otorgó poseer! En efecto, si uno permanece puro desde siempre, es porque él lo gobierna; y si uno se convierte de impuro en puro, es porque él lo endereza; y si uno sigue impuro hasta el final, es porque él lo abandona. Él puede realizar esto por un juicio oculto, pero nunca injusto. Y quizá el que nos quede oculto mire a aumentar el temor y disminuir el orgullo.
CAPÍTULO XLIII
Despreciar a los demás, una forma de orgullo
44. Así pues, sabiendo ya el hombre que es lo que es por la gracia de Dios, evite caer en otro lazo del orgullo -el desprecio a los demás- ensoberbeciéndose de la misma gracia de Dios. Este vicio arrastraba a aquel fariseo a agradecer a Dios los bienes que poseía y a ponerse, no obstante, lleno de orgullo, por encima del publicano que reconocía sus pecados 181. ¿Qué ha de hacer, por tanto, quien profesó la virginidad, qué ha de pensar para no enaltecerse sobre los demás, hombres y mujeres, que carecen de tan gran don? Pues no debe simular la humildad, sino mostrarla, dado que simularla es orgullo mayor. Es la razón por la que la Escritura, queriendo manifestar que conviene que la humildad sea auténtica, tras haber dicho: Cuanto mayor eres, tanto más has de humillarte en todo, inmediatamente añadió: Y hallarás gracia ante Dios 182, justamente allí donde no cabe la falsa humildad.
CAPÍTULO XLIV
No siempre la virgen es mejor que la casada
45. ¿Qué diremos entonces? ¿Hay algo verdadero que una virgen consagrada a Dios pueda pensar para que no ose anteponerse a otra mujer cristiana, sea viuda o casada? No me refiero a una virgen que viva de modo reprobable, pues ¿quién ignora que es preferible cualquier mujer obediente a una virgen desobediente? Pero, puestos en el caso de que ambas obedezcan los preceptos de Dios, ¿temerá preferir la santa virginidad a las nupcias, incluso las castas, y la continencia al matrimonio; anteponer el fruto del ciento al del treinta por uno? Al contrario, no dude en anteponer objetivamente lo primero a lo segundo. Sin embargo, a nivel subjetivo, ninguna virgen, aunque sea obediente y temerosa de Dios, ose anteponerse a cualquier otra mujer, ya no virgen, también temerosa de Dios; de no ser así, no se mostrará humilde, y Dios resiste a los orgullosos 183. ¿Qué ha de pensar, pues? Que los dones de Dios son ocultos y que solo la prueba -eso es la tentación- revela a cada cual incluso lo que se refiere a sí mismo. Pongamos el ejemplo de una virgen ocupada en las cosas del Señor, en cómo agradarle 184. ¿Cómo sabe si, tal vez, a causa de alguna debilidad espiritual que le resulta desconocida, aún no está madura para el martirio, mientras que otra mujer casada, a la que ella se anteponía, puede ya beber el cáliz de la humildad del Señor que él contraofertó a los discípulos amantes de dignidades para que lo bebieran antes de conseguirlas? 185 ¿Cómo puede saber -digo- si, tal vez, ella aún no es Tecla y la otra es ya Crispina?
CAPÍTULO XLV
Ciertamente, salvo que sobrevenga la prueba,
no cabe manifestación alguna de tal don.
Clasificación de los dones de Dios por sus frutos.
46. Se trata de un don tan grande que algunos interpretan referido a él el fructificar el ciento por uno. Un testimonio de la máxima categoría lo otorga la autoridad de la Iglesia. Apoyándose en ella, los fieles conocen en qué momento de la celebración eucarística se hace memoria de los mártires, y en cuál otro, de las vírgenes consagradas ya difuntas. Pero qué significado tenga esa diferencia en el producir fruto, júzguenlo quienes tienen una inteligencia de ello superior a la mía, ya sea que el fructificar el ciento por uno corresponda al estado de virginidad, el sesenta por uno al estado de viudez y el treinta por uno al estado conyugal; ya sea que, más bien, la fertilidad del ciento por uno se atribuya al martirio, la del sesenta por uno a la vida en continencia, la del treinta por uno al matrimonio; ya que la profesión de virginidad, junto con el martirio, produzca fruto del ciento por uno, ella sola el sesenta por uno y los casados que producen el treinta por uno, lleguen al sesenta por uno en caso de ser mártires; ya haya que entender que los dones son muchos más como para poder clasificarlos en las tres categorías -opinión que me parece más probable, puesto que los dones de la gracia divina son numerosos y uno es mayor y mejor que otro, por lo que dice el Apóstol: Imitad los dones mejores 186-. En primer lugar, para no dejar sin fruto alguno a la continencia de viudos y viudas o rebajar su mérito hasta el nivel de la pureza conyugal, o equipararlo a la gloria propia de la virginidad; o para no juzgar que la corona del martirio, ya se dé en la disposición del alma aunque no verificada por la prueba, ya en la experiencia del tormento, no aporta ningún plus de fertilidad unida a cualquiera de aquellos tres niveles de castidad. En segundo lugar, ¿qué puesto reservamos a tantos hombres y mujeres que, aunque guardan la continencia virginal, no cumplen, sin embargo, las palabras del Señor: Si quieres ser perfecto, vete, vende lo que tienes y dalo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo, y ven y sígueme 187, ni se atreven a cohabitar en compañía de aquellos entre quienes nadie considera nada como propio, sino que lo ponen todo en común? 188 ¿Hemos de creer, acaso, que hacer eso no añade ningún fruto a los que consagran a Dios su virginidad, o que, si no lo hacen, su virginidad queda estéril?
CAPÍTULO XLVI
Los mejores dones, orientados a la vida eterna
Existen, pues, muchos dones, unos más sublimes y mayores que otros; cada persona tiene los propios. Y a veces una aporta fruto con pocos dones, aunque más excelentes, y otra con dones inferiores, pero más abundantes. Mas ¿qué hombre podrá discernir si se igualarán o distinguirán a la hora de recibir los honores eternos? En todo caso ha de constar, de una parte, que los dones son muchos y diferentes, y, de otra, que los mejores son de provecho no para el tiempo presente, sino para la vida eterna. Pero juzgo que el Señor quiso mencionar tres clases de frutos 189, dejando para quienes consigan comprenderlos determinar los restantes. La prueba 190 está en que otro evangelista solo mencionó el ciento por uno. ¿Hay que juzgar de ahí que desaprobó o ignoró los otros dos grados de fructificación? ¿No habrá que pensar más bien que lo dejó para que los averiguáramos?
El martirio, don superior al de la virginidad
47. Mas, como había comenzado a decir, sea que a la virginidad consagrada a Dios corresponda el fruto del ciento por uno, sea que haya que entender tal diferencia en el porcentaje de fructificación de algún otro modo, coincida con el mencionado anteriormente o no, juzgo que nadie -a cuanto creo- osará preferir la virginidad al martirio y que nadie dudará de que este último don permanece oculto si falta la prueba que lo verifique.
CAPÍTULO XLVII
Por qué una virgen no debe creerse mejor que una casada
Así pues, quien profesó la virginidad tiene argumentos que le ayuden a mantenerse humilde para no violar la caridad que descuella sobre todos los demás dones y sin la cual nada son cualesquiera otros que pudiera poseer, pocos o muchos, grandes o pequeños. Tiene -digo- razones para no envanecerse ni sentir celos 191. Esto es, aunque reconoce que el bien de la virginidad es mucho mayor y mejor que el bien específico del matrimonio, ignora, sin embargo, si cualquier otra mujer casada ya está capacitada para sufrir por Cristo, mientras ella misma aún no lo está y el que la tentación no ponga a prueba su flaqueza es una condescendencia para con ella. Dice el Apóstol: Fiel es Dios, que no permitirá que seáis tentados por encima de vuestras fuerzas; pero con la prueba os dará también la salida, para que podáis resistirla 192.
Por tanto, cabe que personas casadas mantengan un estilo de vida digno de encomio conforme a su estado, estén ya capacitadas para enfrentarse en combate al enemigo que las fuerza a cometer la maldad, aun con desgarramiento de vísceras y efusión de sangre, mientras otras que vivieron en continencia desde la niñez y que se mutilaron por el reino de los cielos aún no son capaces de soportar tales tormentos en pro de la justicia o de la pureza misma. Una cosa es, en efecto, no dar, por amor a la verdad y al propósito santo, el consentimiento a quien incita o halaga y otra no ceder ante quien hasta tortura y hiere. Se trata de posibilidades y fuerzas ocultas en el espíritu que la prueba saca a la luz y la experiencia divulga. Por tanto, para no envanecerse por lo que claramente ve que puede, piense humildemente que ignora si tal vez está capacitado para algo más excelente y que, al contrario, otros que no poseen aquello por lo que él se siente honrado pueden lo que no puede él. De esta manera se mantendrá en la auténtica, no falaz, humildad, anticipándose cada cual en el otorgar honor al otro 193 y juzgando cada cual que el otro es superior a sí mismo 194.
CAPÍTULO XLVIII
Nuevo motivo de humildad:
¿Quién se gloriará de estar limpio de pecado?
48. ¿Qué diré, por fin, de la precaución y vigilancia necesarias para no pecar? ¿Quién se gloriará de tener casto el corazón o quién se gloriará de estar limpio de pecado? 195 Supongamos que alguien ha conservado intacta la virginidad desde el seno materno; pero -dice- nadie está limpio en tu presencia, ni siquiera el niño de un día de vida sobre la tierra 196. Supongamos también que alguien, gracias a su fe inviolada, conserva la castidad virginal por la que la Iglesia, virgen casta, se une a un único varón. Pero este único varón enseñó a orar no solo a los bautizados vírgenes de cuerpo y espíritu, sino absolutamente a todos los cristianos, desde los espirituales a los carnales, desde los apóstoles hasta el último penitente; por así decir, desde la cima de los cielos hasta su otro extremo 197. En tal oración exhortó a pronunciar estas palabras: Y perdónanos nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden 198. Palabras de súplica por medio de las cuales nos mostró lo que hemos de recordar que somos. Y si en esa oración nos mandó decir: perdónanos nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden, no lo hizo en atención a las ofensas de nuestra entera vida pasada que confiamos nos fueron perdonadas en el bautismo, al otorgarnos su paz; de lo contrario, serían más bien los catecúmenos quienes deberían recitar esta oración hasta que fuesen bautizados. Mas como la recitan los bautizados, los dirigentes junto con sus comunidades, los pastores con sus rebaños, resulta suficientemente claro que en esta vida -toda ella una prueba 199- nadie debe gloriarse como si estuviese libre de todo pecado.
CAPÍTULO XLIX
Nadie está libre de pecado
49. Por tanto, incluso quienes consagraron su virginidad a Dios y viven de modo ciertamente irreprensible siguen al Cordero adondequiera que vaya 200 gracias a la purificación obtenida de sus pecados y a la guarda de la virginidad que, una vez perdida, no se recupera. Pero como el Apocalipsis, en que los vírgenes se manifestaron al autor del libro, virgen él también, los alaba también porque en sus labios no se halló mentira 201, recuerden que han de ser también veraces a este respecto, no sea que osen decir que carecen de pecado. Es el mismo Juan, que tuvo tal visión, el que dijo: Si decimos que no tenemos pecado nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no mora en nosotros. Porque si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonarnos nuestros pecados y purificarnos de toda maldad. Porque si decimos que no hemos pecado, le haremos mentiroso a él y su palabra no estará en nosotros 202. Palabras dirigidas no a estos o a aquellos cristianos, sino a todos, entre los cuales deben reconocerse los que guardan la virginidad. De esa manera carecerán de mentira, tal como se manifestaron en el Apocalipsis. Y por ello, mientras están a la espera de la perfección en la excelsitud del cielo, los hace irreprochables la humilde confesión.
El perdón del pecado no debe estimular el pecado
50. A su vez, para que nadie, amparado en una seguridad fatal, tome motivo de esta afirmación para pecar y permita que el pecado lo arrastre, como si una fácil confesión del mismo lo borrase al instante, añadió a continuación: Hijitos míos, os he escrito esto para que no pequéis; pero si alguno peca, tenemos como abogado ante el Padre al justo Cristo Jesús, y él es propiciador por nuestros pecados 203. Por tanto, que nadie se aparte del pecado pensando en retornar a él, ni se amarre a la maldad con una especie de pacto de alianza, hasta el punto que le agrade más confesar el pecado que precaverse de él.
CAPÍTULO L
Aunque sea leve el pecado, no deja de ser pecado
También a quienes se esfuerzan y mantienen vigilantes para no pecar se les infiltran, de algún modo y debido a la fragilidad humana, pecados que no dejan de serlo aunque sean pequeños o pocos. Esos mismos pecados se convierten en grandes y graves, si el orgullo les añade volumen y peso. No obstante, el sacerdote que tenemos en el cielo los purifica para plena felicidad si antes los hace desaparecer la piadosa humildad.
Contra la doctrina pelagiana de la impecabilidad
51. Mas no es mi intención entrar en polémicas con quienes sostienen que el hombre puede vivir esta vida sin pecado alguno no discuto con ellos, no les llevo la contraria. Tal vez medimos a los grandes con el metro de nuestra miseria 204 y comparándonos a nosotros con nosotros mismos, no los llegamos a entender. Una sola cosa sé: que estas personas grandes -grandeza ajena a nosotros y que aún no hemos experimentado- en la medida en que son grandes, en esa misma medida han de humillarse en todo para hallar gracia ante Dios 205. Pues, por grandes que sean, no es el siervo mayor que su señor o el discípulo superior a su maestro 206. Y evidentemente él es el Señor que dice: Todo me lo ha entregado mi Padre, y él el maestro que proclama: Venid a mí todos los que estáis cansados y fatigados y aprended de mí. Pero ¿qué aprendemos de él? Que soy manso -dice-y humilde de corazón 207.
CAPÍTULO LI
Relación entre la virginidad, la humildad y la caridad
52. Llegados a este punto, dirá alguien: Esto ya no es escribir sobre la virginidad, sino sobre la humildad. Como si yo hubiera asumido ensalzar cualquier clase de virginidad y no la que es según Dios. Cuanto más contemplo cuán gran bien es, más temo que el orgullo, cual ladrón, la haga perecer. Pues nadie, a no ser Dios mismo que lo otorgó, puede proteger el bien de la virginidad; ahora bien, Dios es caridad 208. Guardián, por tanto, de la virginidad es la caridad; mas la morada de este guardián es la humildad. En ella habita quien proclamó que su Espíritu descansa sobre el humilde, el manso y el que tiembla ante sus palabras 209. ¿Qué hice de extraño, pues, si, buscando la protección del bien que alabé, me preocupé también de preparar la morada para quien la custodia? Sin temer que se enfaden conmigo aquellos a quienes, lleno de preocupación, amonesto a que compartan mi temor por ellos, proclamo con seguridad: más fácilmente siguen al Cordero, si no adondequiera que vaya, sí hasta donde ellos están capacitados, los esposos humildes que quienes viven en virginidad, si son orgullosos. Pues ¿cómo es posible que alguien siga a aquel a quien no quiere acercarse? O ¿cómo se le acerca quien no va a él con la intención de aprender que soy manso y humilde de corazón210 El Cordero, por tanto, guía adondequiera que va a los que le siguen, si primero ha encontrado en ellos donde reclinar su cabeza. Pues también cierta persona orgullosa y falaz le había dicho: Señor, te seguiré adondequiera que vayas, a la que respondió: Las zorras tienen sus guaridas y las aves del cielo sus nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar su cabeza 211. Bajo el término zorras recriminaba la astuta doblez y bajo aves el vacío orgullo de aquella persona en la que no hallaba la piadosa humildad en que reposar. Y por esta razón no siguió al Señor absolutamente a ningún lugar quien había prometido caminar a su lado, no determinado trayecto, sino adondequiera que fuese.
CAPÍTULO LII
La humildad conduce a la cima
53. Por lo tanto, he aquí lo que debéis hacer los que vivís que vaya. Pero antes venid a aquel a quien vais a seguir y aprended de él que es manso y humilde de corazón. Venid humildes al humilde, si es que le amáis, y no os alejéis de él para no caer. El que teme apartarse de él, le suplica con estas palabras: No me alcance el pie del orgullo 212. Recorred el camino de las cimas con el pie de la humildad. Él, que no tuvo reparo en descender hasta los que yacían en el camino, exalta a los que le siguen en humildad. Confiadle sus dones para que os los guarde; custodiad vuestra fortaleza, poniéndola en él 213. Considerad que os ha perdonado todo el mal que su custodia os evita cometer, no sea que, juzgando que os ha perdonado poco, lo améis poco y, con una jactancia que significaría vuestra ruina, despreciéis a los que, cual publicanos, golpean sus pechos 214. Sabedores de lo limitado de vuestras fuerzas, tomad precauciones para no engreíros por haber podido soportar algo; respecto de las que aún no habéis experimentado, orad para no sufrir una prueba superior a la que podáis soportar. Juzgad que hay personas ocultamente superiores a vosotros, que en lo que se ve les lleváis la delantera. Cuando bondadosamente creéis en los bienes de otras personas, que quizá os resultan desconocidos, no disminuyen, al compararlos, los vuestros conocidos; antes bien se afianzan con el amor; y los que quizá os falten aún, se os darán tanto más fácilmente cuanto más humildemente los deseéis. Los que de entre vosotros se mantienen fieles, que os den ejemplo; los que han caído, aumenten vuestro temor. Amad la perseverancia de los primeros para imitarla; llorad la caída de los segundos para no engreíros. No afirméis vuestra propia justicia; someteos a Dios que os justifica. Otorgad el perdón a los pecados ajenos; orad a causa de los vuestros; evitad cometerlos en el futuro mostrándoos vigilantes, borrad los pasados confesándolos.
CAPÍTULO LIII
Cuando la virginidad manifiesta la vida angélica
54. He aquí que ya sois tales que también os ajustáis por las demás virtudes a la virginidad profesada y conservada. No solo os abstenéis ya de homicidios, de sacrificios y abominaciones diabólicas, de hurtos y rapiñas, de engaños y perjurios, de todo derroche y avaricia, de todo tipo de simulación, envidia, impiedad y crueldad 215; tampoco se hallan ni se encuentran en vosotros aquellos pecados que son o se juzgan más leves: el descaro en el rostro, el mariposear de los ojos, el desenfreno de la lengua, la risa petulante, el chiste grosero, un vestir indecente o un andar afectado o desgarbado; ya no devolvéis mal por mal 216 ni maldición por maldición; por último, ya cumplís con la medida establecida para el amor, esto es, entregáis vuestras vidas por vuestros hermanos 217. Ya sois así, porque también así debéis ser. Sumadas estas virtudes a la virginidad, manifestáis a los hombres la vida angélica y las costumbres del cielo. Mas en la medida en que sois grandes los que lo sois en el modo indicado, en esa misma medida humillaos en todo para hallar gracia ante Dios 218, no sea que oponga resistencia a los orgullosos 219, humille a quienes se exaltan a sí mismos e impida pasar por sus sendas estrechas a los hinchados. En realidad, es superflua la preocupación de que falte la humildad donde hierve la caridad.
CAPÍTULO LIV
Virginidad y amor a Cristo
55. Por tanto, si habéis renunciado al matrimonio humano por medio del cual engendraríais hombres, amad de todo corazón al más hermoso entre los hijos de los hombres 220. Estáis libres; libre está vuestro corazón de los lazos conyugales. Poned los ojos en la belleza de quien os ama: pensadle igual al Padre, sometido también a la madre; pensadle también como Señor en el cielo y como siervo en la tierra; creando todas las cosas, creado entre ellas. Mirad qué bello es incluso aquello de lo que en él se mofan los orgullosos; con los ojos interiores mirad sus heridas cuando pendía de la cruz, sus cicatrices una vez resucitado, su sangre cuando moría, el precio que pagó por el creyente, el trueque por el rescate.
CAPÍTULO LV
Cristo en su condición de esposo
Pensad en el gran valor de todo lo mencionado. Pesadlo en la balanza de la caridad, y todo el amor que habíais pensado encauzar hacia vuestro matrimonio dirigidlo hacia él.
56. Felicitaos porque él busca vuestra belleza interior, por la que os otorgó poder ser hijos de Dios 221; no la belleza de la carne, sino la de las costumbres, con que refrenéis también la carne. No hay nadie que pueda mentirle en contra de vosotros y le haga sentirse celoso y cruel. Ved con cuánta seguridad amáis a aquel a quien no teméis que desagraden infundadas sospechas. El marido y la mujer se aman porque se ven, pero temen el uno en el otro lo que no ven. Ni siquiera disfrutan con absoluta seguridad de lo que tienen ante los ojos cuando sospechan se da en lo oculto lo que, la mayor parte de las veces, no existe en realidad. En el esposo que no veis con los ojos, pero contempláis con la fe, no tenéis ningún defecto objetivo que reprender, ni teméis que llegue a ofenderse por una sospecha falsa. Así pues, si deberíais amar intensamente a vuestros cónyuges, ¡cuánto más debéis amar a aquel por el cual renunciasteis a tener cónyuge! Quede clavado en vuestro corazón el que por vosotros fue clavado en la cruz. Que él posea enteramente en vuestro corazón todo lo que no quisisteis que ocupase un cónyuge. No os es lícito amar poco a aquel por quien renunciasteis a amar hasta lo que sería lícito. Si así amáis a quien es manso y humilde de corazón, no temo en vosotros el más mínimo orgullo.
CAPÍTULO LVI
Conclusión: Himno de alabanza
57. Así pues, en la medida de mi capacidad, he hablado ya lo suficiente tanto acerca de la santidad por la que se os designa justamente como religiosas como de la humildad por la que conserváis la grandeza que se os otorga. Con todo, mucho mejor pueden exhortaros sobre el tema tratado en este opúsculo mío los tres jóvenes a quienes, envueltos en llamas, ofrecía refrigerio aquel a quien amaban con todo el ardor de su corazón; de forma más breve en cuanto al número de palabras, pero más sublime por el enorme peso de su autoridad, lo hacen mediante el himno con que glorificaron a Dios. Pues uniendo humildad y la santidad en su alabanza a Dios, clarísimamente enseñaron que cada cual ha de precaverse de que le engañe el orgullo y tanto más cuanto más santo es lo que ofrece. Por tanto, alabad también vosotras a quien os otorga no abrasaros en medio de las llamas de este mundo, a pesar de no uniros en matrimonio. Y orando también por mí,bendecid al Señor, santos y humildes de corazón; cantadle un himno y ensalzadle por encima de todo, por los siglos de los siglos 222.


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